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10 años de Butaca en Anfiteatro

agosto 10, 2020

10 años

Hoy, 10 de agosto de 2020, en medio de este año extraño de parón, pérdida, incertidumbre y paulatina resurrección del tejido teatral, Butaca en Anfiteatro celebra –si es que se puede decir que son tiempos de celebración…- su primera década en la red.

Este post anual, que tiene siempre algo de genérico, es esta vez mucho más complicado de escribir. A todos los niveles, este es sin duda el año más extraño al que me haya tenido que enfrentar desde estas páginas, tanto por estos meses de obligado y doloroso silencio como por la sensación, todavía latente, de que nada va a volver a ser como era antes de este parón no deseado del que afortunadamente parece que unos y otros vamos consiguiendo salir de la mejor manera posible, aunque dejando cosas y personas atrás… No deja de ser simbólico, de hecho, que el blog celebre un aniversario tan señalado en lo que podríamos dar en llamar el pistoletazo de salida de una nueva vida, de un nuevo futuro y de una nueva era. A pesar de los pesares, desde agosto del pasado año hemos publicado la nada despreciable cifra de 80 posts y las visitas superan ampliamente las 330.000, signo inequívoco de que, a pesar de los pesares, el blog sigue suscitando interés.

Además, en este tiempo de silencio, pérdida e incertidumbre; de algún modo el teatro nos ha demostrado que siempre estará ahí, que siempre regresa y que puede reinventarse y transformarse para convertirse en una verdadera válvula de escape que nos aporte un poco de luz en estos tiempos inciertos. No ha sido fácil reactivar poco a poco el teatro; como tampoco ha sido fácil –os lo aseguro- reactivar poco a poco el blog. Por eso, en este año difícil para todos, quiero agradecer profundamente las muestras de cariño que he recibido durante estos meses de obligado silencio; así como la calidísima acogida que he sentido en este último mes, tras cinco largos meses de pausa. Son cosas que dan sentido a todo esto en estos tiempos distintos, de cambio y difíciles.

Quisiera por último, dedicar este año bloguero que ahora comienza a la memoria de aquellas personas cercanas que, por unas causas o por otras, se han marchado durante este tiempo. Continuar es una obligación conmigo mismo, con los que estáis leyendo y alimentando cada nuevo post y, sobre todo, por los que ya no están físicamente; pero permanecen siempre presentes en el recuerdo.

Ya hemos visto en estos últimos meses que quizá el teatro no nos salve; pero, por fortuna, podemos convertirlo en una herramienta para ayudarnos a continuar y a comprender más y mejor este mundo tan raro en el que vivimos. Ojalá que así sea y en esta décima temporada que empieza podamos seguir compartiendo instantes de teatro –en cualquier formato, en cualquier lugar; pero en compañía- sin otros sobresaltos que los que nos produzca la emoción de lo inmediato. Mientras tanto: larga vida al teatro, larga vida a la vida y muchas gracias a todos por la lectura, la espera y el nuevo recibimiento.

Nos seguimos encontrando, espero, en los teatros; o en cualquier lugar donde se idee alguna forma de ficción en esta nueva normalidad que es más bien una nueva extrañeza.

Muchas gracias a todos. Seguimos.

Hugo Álvarez

‘Criaturas Domésticas’, o pobres chicas las que tienen que servir

agosto 6, 2020

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Por extraño que parezca, en estos tiempos inciertos hay propuestas nacidas de la necesidad. De la necesidad de crear, de la necesidad de ofrecer nuevos vehículos de diálogo entre público y artistas y de la necesidad de demostrar que el teatro sigue vivo a pesar de las pandemias y con mucho que decir. Como a veces la inteligencia es hacer de la necesidad virtud, Lucía Trentini se lió la manta a la cabeza y se lanzó a preparar durante el confinamiento –ensayando a través de zoom- Criaturas Domésticas, una versión gamberra y libertina –que no libre- de Las Criadas de Genet, que ronda los 50 minutos de duración. Al carro se subieron con ella Gloria Albalate y Begoña Caparrós y, una vez iniciada la nueva normalidad, buscaron dónde representar tan particular espectáculo. Fue Caparrós quien encontró el Hostel Bastardo –situado en la madrileña calle de San Mateo, y por supuesto cerrado indefinidamente a causa de la pandemia- y, tras consultar con sus dueños, se les ofreció examinar todo el espacio para decidir dónde podrían llevar a cabo la función. Cuentan las actrices que, a pesar de que podrían haber actuado en cualquier rincón del pintoresco lugar, fue en las cocinas donde tuvieron el flechazo que les hizo entender que ese debía ser su lugar. Y así es como nace Criaturas Domésticas que, en un Madrid cerrado y sediento de teatro, se ofreció de martes a domingo del mes de julio para tan solo seis espectadores por función –enmascarados, claro- en las cocinas de un hostel de diseño. Y, más allá de ser una experiencia teatral nacida de la necesidad, lo cierto es que, en el extrañamiento que produce, Criaturas Domésticas es una experiencia llena de encanto por la que hay que pasar.

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Durante 50 minutos, seis espectadores acompañamos a tres criadas que permanecen atrapadas por una maldición en una especie del limbo del tiempo, tras ejecutar un plan que no salió del todo bien. Ahora, condenadas a limpiar eternamente –ya saben “pobre chica la que tiene que servir” que diría la Menegilda en la zarzuela-, se confiesan con nosotros y nos explican qué llevó a armar una venganza y qué consecuencias tuvo el plan, el accidentado y puto plan. No son tres figuras cualquiera, son tres figuras de algún modo grotescas; que parecen sacadas de algo que vaga a medio camino entre un esperpento y un sainete. Tres figuras que, no en vano, tienen nombres de clásicas desdichadas: Marianela, Lucecita –recuerden Luz María, el éxito que en los 90 protagonizase Angie Cepeda- y simplemente María –como aquel mítico personaje que estelarizase en su día Victoria Ruffo-. Los nombres son toda una declaración de intenciones; como lo es el hecho de que estas mujeres –que, efectivamente, parecen sirvientas de otra época- beban los vientos por ese jardinero de nombre Raphael –sí, como el cantante, no en vano “Balada Triste de Trompeta” inunda el espacio como un mantra-, sueño tan húmedo como inalcanzable de las tres. Entre la presión que ejercía sobre ellas la señora –que les daba el trato que toda buena señora propinaría a toda buena criada en cualquier buena telenovela que se precie, ya saben…- y lo irrespirable de una monotonía que no pueden soportar, el esperpento está servido. Máxime si, además, su única opción de un futuro mejor –¿pero es que acaso merecen las sirvientas un futuro mejor?- podría desencadenar un desastre: el desastre que las condena al estropajo eterno en el que se hallan sumidas por los siglos de los siglos.

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La dramaturgia de Lucía Trentini toma como punto de partida la anécdota de Las Criadas para crear algo que tiene vida propia; y bebe al mismo tiempo de la comedia negra, de la farsa, del esperpento. El retrato de estas tres mujeres –encerradas, condenadas a repetir y repetirse entre un eterno olor a lejía y asfixiadas ante la lucha imposible por un porvenir que no será- nos mueve del extrañamiento a la risa y de la risa a la opresión. Así, las tres escenas en que se divide la pieza –cada una de ellas en una nueva estancia- hacen avanzar tanto la trama como el código. Oda a la Lejía –primer cuadro- sienta las bases de los códigos y nos recibe entre friegas incesantes y atractivos juegos de percusión con las vajillas y los matamoscas que deben usar para aniquilar a los insectos con los que conviven –la musicalidad de la pieza está tremendamente conseguida, con tan solo vajillas, cubertería y una melódica-. La Desgracia de No Ser Bonita –el segundo cuadro- nos introduce en una suerte de fantasía pop de la que entendemos, en efecto, las escasas expectativas de futuro de estas tres criaturas, explotadas y humilladas pero sin otra salida económica que continuar ahí y cómo se agarran a la fantasía de un improbable concurso de belleza. Por último, Instrucciones para una Muerte Doméstica –el cuadro final, el más poderoso por inesperado- nos despoja de todos los excesos de los anteriores y nos sumerge en la más absoluta tragedia: una zulo blanco y neutro donde pronto correrá la sangre y en el que las protagonistas terminarán de condenarse.

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Desde luego que, en apenas 50 minutos, Trentini ha conseguido una mezcla tan explosiva como interesante; porque se vale de unos códigos de farsa esperpéntica para introducirnos, a través de la risa, en un infierno que tiene mucho de denuncia social. Estas tres mujeres –que parecen, de hecho, salidas de telenovelas contemporáneas- son señoras del servicio que sufren la explotación y tienen que bajar la cabeza por un salario miserable, sencillamente porque ese es su única opción en la vida: servir, tragar y soñar con futuros que están a gran distancia… En el fondo, si les quitamos las máscaras esperpénticas que hacen que entremos más fácil en el espectáculo; podríamos decir que Criaturas Domésticas es una tragedia contemporánea leída desde el código de la farsa. Ahí, en esa mezcla está el mayor acierto de Trentini.

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Si nunca es fácil actuar a un palmo de los espectadores – como sucede aquí-, mucho menos ha de serlo ahora, en tiempos de enmascaramiento y distancia social. Sin embargo, hay que decir que las tres estancias –tan pintorescas que parecen sacadas de algún film de Álex de la Iglesia- acogen, fomentan el extrañamiento –tan necesario en una obra como esta- y ayudan al público a entrar en el juego y conectar con tan particular propuesta. Todo corre por cuenta de las actrices –los juegos de luz, los accesos al espacio- y, sin embargo, se han conseguido efectos francamente atractivos –la frialdad que se alcanza en la última sala, por ejemplo, nos sitúa de pleno en una atmósfera criminal y crea efectos francamente atractivos-. Además hay otro acierto en la pieza, que es el hecho de distanciarse tangencialmente de la estructura del microteatro para crear un todo que crece en continuidad durante 50 minutos. En distancia mínima, las tres actrices se confiesan directamente a público, sin ignorar nuestra presencia y esto –sumado a los personajes extremos y oscuros que deben enfrentar- podría dificultar el trabajo de Gloria Albalate, Begoña Caparrós y Lucía Trentini. Sin embargo, las tres actrices se entregan al exceso sin red sabiendo que en ese exceso – que favorece muchas veces el extrañamiento, fundamental en la función- está la clave del éxito, tanto en la recreación de estos tres seres esperpénticos como del recuerdo de esa señora que no se queda atrás. No temen mirar a los ojos y tomarse en serio los códigos de esperpento en los que muchas veces cae el material: porque esa es la única manera de que las cosas funcionen como lo hacen. Ya conocíamos por anteriores trabajos la solvencia de las tres actrices; pero verlas entregadas a un proyecto tan particular como este dice mucho no ya de su generosidad interpretativa, sino también de su calidad. Ahora sabemos también que las tres se miden cómodas en las distancias cortas.

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Desde luego que Criaturas Domésticas ha escrito por derecho propio una página en la historia de la nueva normalidad del teatro madrileño. Porque sus intérpretes fueron pioneras en un momento de sequía, porque hicieron de la necesidad virtud y porque consiguieron ir más allá de la anécdota para ofrecer una experiencia atractiva, distinta, con ideas y personalidad. Es la forma más clara de demostrar que el teatro en tiempos de pandemia es posible; e incluso que otro teatro es posible. Todo en Criaturas Domésticas atrapa: desde la clandestinidad del espacio hasta el atractivo extrañamiento que producen los códigos. Es, desde luego, una experiencia particular, por la que todo buen aficionado al teatro debería pasar: más aún en estos tiempos que corren. Enhorabuena a Trentini, Albalate y Caparrós por seguir invitándonos a soñar en estos tiempos de pesadilla. Acabaron funciones en julio… de algún modo deberían regresar. Lo merecen.

H. A.

Nota: 4/5

Criaturas Domésticas”, dramaturgia de escena de Lucía Trentini a partir de Las Criadas de Jean Genet. Con: Gloria Albalate, Begoña Caparrós y Lucía Trentini. Dirección: Lucía Trentini.

Hostel Bastardo (Madrid), 29 de julio de 2020

‘Pink Unicorns’, o el conflicto generacional como herramienta de juego

agosto 3, 2020

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Presentar un espectáculo de sala en un espacio al aire libre como es la Alameda de Ribadavia –que, durante los festivales, suele acoger espectáculos de pequeño formato de gesto, circo y danza; a veces en versiones reducidas, y otras veces repensados para adaptarse al espacio- tiene siempre la dificultad añadida de considerar que tal vez estemos viendo el espectáculo no en su integridad –en este caso, por ejemplo, sin iluminación- y ha de tomarse, simplemente, como un acercamiento al espectáculo. Por eso mismo a veces no cubro como tal los espectáculos que tienen lugar en este espacio. Y, sin embargo, me parecería deshonesto no dedicar al menos unas líneas a destacar cómo la llegada de Pink Unicorns –última creación de la compañía de danza La Macana, en colaboración con Samir Akika, que lleva ya un par de años en cartel con notable éxito- consiguió una comunión absoluta con un público de lo más variopinto, que celebró con aplausos constantes durante la hora y algo de función el devenir de la función. Desde luego que ha de considerarse este recibimiento como un éxito rotundo, razón por la cual se merece que al menos le dediquemos algunas líneas.

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La mayor particularidad que presenta este espectáculo de danza-teatro –esto es, alterna fragmentos de texto con un importante trabajo físico y coreográfico es el hecho de tratar las diferencias generacionales partiendo del hecho real de mostrar en escena a Alexis Fernández con su hijo adolescente, Paulo Fernández, que realiza aquí su primer trabajo escénico. El hecho de explorar –siempre desde un punto de vista amable, juguetón, festivo y humorístico- las diferencias entre un padre y un hijo que, pese a la barrera generacional, están condenados a entenderse con un padre y un hijo reales aporta desde luego un plus de frescura, de camaradería y hasta de ternura a un espectáculo sencillo pero directo; que, a través de la complicidad visible entre padre e hijo consigue además crear una complicidad con un público al que se mete enseguida en el bolsillo –con razón-.

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Pink Unicorns –que toma su título del fondo de pantalla del ordenador del hijo- nos sitúa en ese momento en que, ante el paso de la pubertad a la primera adolescencia, el hijo se decide, de algún modo, a cortar el cordón umbilical y buscar su propio lugar y su propia identidad al margen de la imagen de un padre que, al menos hasta ese momento, fue un referente –de ahí, por ejemplo, el recuerdo del padre intentando resolver los problemas matemáticos del joven-. Ahora, el encuentro entre padre e hijo se convierte del algún modo en una confrontación verbal y, sobre todo, física; en la que padre e hijo se provocan, se estimulan y ponen sobre la mesa su fortaleza, mental y física como si de una especie de juego de quién da más se tratase. Todo ello, claro, visto desde una perspectiva de juego estimulatorio que permite que Alexis y Paulo Fernández nunca pierdan de vista esa sensación de fiesta –que tiene mucho de la frescura cubana que denota los orígenes del padre- que acaba por invadirlo todo. No en vano la propia escenografía –una serie de estructuras hinchables gigantes que aguardan su turno y acaban siendo elementos fundamentales en esta liza de juego a la que se lanzan padre e hijo; con una idea que seguramente nos retrotrae a esas estructuras de las ferias en las que todos habremos saltado alguna vez de niños- nos sugiere el espíritu juguetón de una pieza en la que padre e hijo se nos revelan como una especie de gladiadores metafóricos de parque de atracciones. El uso de estos particulares elementos escénicos –que podrían verse como una metáfora de que, a pesar del paso de los años y el sano enfrentamiento generacional, después de todo padre e hijo siguen jugando como niños- es la mayor declaración de intenciones de un espectáculo que apuesta, en todo momento, por un humor blanco, bufo y hasta circense que permite que la propuesta pueda conectar con cualquier tipo de público por igual.

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En una serie de episodios breves –más un prólogo y un epílogo- Pink Unicorns pone sobre la mesa una serie de conflictos –a veces concretos, otras veces generales- en los que, a fin de cuentas, se nos muestra el deseo del padre por estimular al hijo –mediante pruebas físicas que debe igualar o superar-, seguramente para que llegue a convertirse en una suerte de cachorro mejor que él dentro de la manada; al mismo tiempo que vemos cómo, aunque el hijo luche por separarse de la imagen del padre y formar su propia identidad; siempre va a mantener ese vínculo, como un reflejo en el espejo que le recuerde que es, a fin de cuentas, cachorro de esa manada. A fin de cuentas, aunque el conflicto generacional –visto aquí en forma de juego- esté presente, el mensaje final parece claro: el hijo es una clara prolongación del padre y ambos se complementan y retroalimentan pese a quien pese –aunque, en el fondo, no pesa tanto-.

El trabajo coreográfico que firman Caterina Varela, Alexis Fernández y Samir Akika no está exento ni de ritmo –la influencia del ritmo cubano es muy marcada en las coreografías- ni de un buen puñado de imágenes singulares que nos demuestran la dificultad de un trabajo que, en escena –o, mejor dicho, a pie de suelo; que es como se ofreció aquí la representación- afrontan de manera impecable –y con una complicidad visible- afrontan Alexis y Paulo Fernández. Y, sin embargo, nada ni nadie –ni la idea del espectáculo, ni las actuaciones ni las coreografías- ha perdido de vista ese ambiente festivo y guasón que transmite toda la propuesta, que es sin duda uno de sus puntos más fuertes: evidentemente, ambos intérpretes se exponen a un esfuerzo visible; y, sin embargo, transmiten en todo momento la sensación de juego, de estarlo pasando en grande.

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El público, en clara complicidad con los intérpretes, ríe constantemente y aplaude durante el espectáculo en una propuesta sencilla y fresca; que tiene la honestidad de mostrarse como un juego, y la particularidad de mostrar el encuentro real de padre e hijo, cuerpo a cuerpo –nunca mejor dicho-. Tal vez de la versión vista en la Alameda no podemos hacernos una idea global de la estética del espectáculo; y, sin embargo, sí merece la pena señalar cómo La Macana ha conseguido levantar una propuesta divertida, inmediata y hasta entrañable que hace cómplice al público del juego en el que se convierte la confrontación –festiva- de un padre y un hijo. Solo por eso, merecen estas líneas en este blog.

H. A.

Pink Unicorns”. Con: Alexis Fernández y Paulo Fernández. Dirección y coreografía: Caterina Varela, Alexis Fernández y Samir Akika. LA MACANA / CENTRO COREOGRÁFICO GALEGO / THEATER IM PUMPENHAUS / THEATER BREMEN.

XXXVI Festival Internacional de Teatro de Ribadavia. Alameda de Ribadavia, 24 de julio de 2020

‘Tierras del Sud’, o mapa sobre el terreno

julio 31, 2020

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Segunda parte de la trilogía Pacífico –que llevan a cabo Txalo Toloza-Fernández y Laida Azcona Goñí y revisa las relaciones entre las grandes fortunas extranjeras, la barbarie y expropiación sobre los poblados originarios latinoamericanos y las nuevas formas de capitalismo- Tierras del Sud es una pieza de teatro documento –o, como ellos mismos lo llaman, un “documental escénico”- que revisa el enfrentamiento entre los mapuches –pueblo originario de la Patagonia argentina, casi borrado del mapa de forma salvaje en el siglo XIX- y toda una serie de empresas textiles –fundamentalmente Benetton- que, amparadas en nuevas formas de capitalismo, ocuparon y explotaron el territorio para hacerlo suyo; al amparo de la idea de que esas tierras no eran de nadie antes de su llegada –como llega a afirmar el mismísimo Mauricio Macri en una cita que se lee durante el espectáculo-, estableciendo una especie de limpieza de sangre para la que, por supuesto, interesa que las grandes potencias europeas ocupen la tierra, ignorando así cualquier indicio de derecho de los mapuches a habitar y tomar como suyo ese terreno. ¿Es el hecho de europeizar ese territorio un síntoma de progreso que los mapuches deberían celebrar o estamos ante una operación de apropiación indebida fruto del capitalismo más salvaje? De algún modo, el material de este documental escénico enfrenta ambos puntos de vista, dando voz al pueblo mapuche. ¿Está el emporio Benetton de algún modo manchado de sangre? La respuesta parece evidente.

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Toloza y Azkona parten de un viaje real a la Patagonia argentina, del que regresaron con un buen número de imágenes y testimonios reales de mapuches, para reconstruir, en forma de teatro documento de artes vivas, la relación de unos y otros con el terreno y la expropiación de toda una serie de empresas y potencias europeas de ese terreno, en un conflicto que se prolonga hasta la actualidad y que aun no se ha solucionado. Un conflicto que afecta directamente al pueblo mapuche, pero en el que están implicados toda una serie de intereses –políticos, económicos, raciales, ideológicos…- que demuestran que hay más interesados de lo que pueda parecer en negar y corregir según qué evidencias. Por el bien de «todos»… o casi.

Tierras del Sud aborda en detalle –se prolonga durante 100 minutos- varios siglos de historia del pueblo mapuche mediante texto proyectado en grandes cantidades, fotografías reales tomadas durante el viaje, voces y testimonios de los mapuches; e incluso palabras reales a los que ellos ponen cuerpo en escena. Así, Tierras del Sud bebe básicamente del teatro documento más puro y duro, del verbatim para erigirse más bien en un amplio vehículo informativo sobre un punto espinoso de nuestra historia; sin posicionarse especialmente –se limita a mostrar los resultados del trabajo documental que ambos hicieron sobre el terreno-.

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La escena comienza vacía y en blanco, con Txalo Toloza y Laida Azkoitia como maestros de ceremonias. A medida que el documental –que debe seguirse en pantalla, donde se proyecta generosa cantidad de texto- avanza, sin embargo, Toloza y Azkoitia van armando en escena y en tiempo real una especie de maqueta gigante y esquemática que reconstruye de forma simbólica el terreno del que se nos está hablando, como si se tratase de un relieve de mapa sobre el terreno. Será entonces cuando el espectador deba decidir si sigue el texto proyectado en pantalla o se recrea observando la construcción de la maqueta, que crece conforme avanza la representación. Además, a lo largo de la función, la narración se completa con una serie de vídeos de la serie Capitalismo para Dummies que nos explican de forma irónica cuestiones como cómo expropiar un terreno ajeno. Los dos intérpretes, además de armar la maqueta, intervienen a veces en la narración; ya sea para evocar fotos primero descritas para imaginar en la mente –y solo más adelante mostradas-, en uno de los momentos más sugerentes de la representación; o evocando una curiosa variante de verbatim, cuando se colocan unos auriculares para apropiarse por un instante de las palabras de algunos de sus entrevistados. El conjunto arma un documental escénico que aporta al público una gran cantidad de información sobre el pueblo mapuche, su relación con el terreno y su conflicto con las potencias capitalistas extranjeras.

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Desde luego que Tierras del Sud –que puede verse como teatro documento, como instalación, como forma de artes vivas y como teatro verbatim; porque acaba teniendo elementos de todo ello- es atractiva en la estética –por ver cómo va creciendo la maqueta desde cero- e interesante en el planteamiento de lo que cuenta; sobre todo por esa honestidad que demuestran Azkona y Toloza al limitarse a exponer los datos con los que cuentan, sin incluir juicios de valor. Se aporta al espectador un amplio mapa sobre el terreno –nunca mejor dicho- para que podamos hacernos una composición de lugar y sacar nuestras propias conclusiones. Hay en la pieza una intención clara por no teatralizar nada: todo es conscientemente neutro y aséptico; tanto en la estructura de la función como en la manera de expresarse de Laida Azkona y Txalo Toloza, empeñados quizá en no cargar ni dramatizar más de la cuenta unos testimonios que – y ellos mismos parecen conscientes de ello- no les pertenecen. Desde luego que en la dramaturgia preparada por Txalo Toloza hay una estructura documental atractiva que es la que hace que, de hecho, sigamos una función extensa, que incluye gran cantidad de texto y datos: de algún modo han conseguido que mantener nuestra atención ante una narración bastante densa; y eso es algo que hay que poner en valor.

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Ahora bien, si ver la construcción de la maqueta resulta atractivo –aunque llegue a distraer del texto- también podemos preguntarnos hasta qué punto esa ausencia deliberada de teatralidad que mantiene la propuesta puede ser un problema. Diría, de hecho, que Tierras del Sud tiene más valor como documental y como instalación que como pieza teatral en sí misma; y esto puede distanciar a aquellos espectadores que busquen de una tetralidad más marcada, más precisa. Entendemos, sin embargo, que el propósito principal de Tierras del Sud y sus creadores es el de dar voz a las personas que en ella aparecen, colocando en primer término su problemática y mostrándola al espectador: parece no querer buscar tanto una teatralidad específica sino más bien tomar el escenario como vehículo para mostrar los resultados del trabajo documental. Corresponderá pues a cada espectador decidir si conecta o no con este tipo concreto de teatro documental –más documental que teatral, y desde luego con menos teatralidad que otras propuestas de teatro documento que hayamos reseñado-.

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A fin de cuentas, Tierras del Sud interesa por la riqueza informativa desplegada; y por la audaz idea de armar el mapa sobre el terreno –que acaba resultando una opción estética muy hermosa de ver-. Pese a todo, es mejor valorarlo como documental al que se añade una instalación que como una pieza teatral al uso en sí misma; porque su teatralidad propiamente dicha –a veces bastante escasa- queda por debajo de su valor visual y documental –muy alta-. Con todo –y aunque resulte casi imposible asimilar y retener tal cantidad de información en una única visión- tiene elementos que convierten la pieza en una experiencia estética e intelectual interesante; si bien quizás no apta para cualquier tipo de público.

H. A.

Nota: 3/5

Tierras del Sud”. Dramaturgia: Txalo Toloza-Fernández. Coreografía: Laida Azkona Goñi. Con: Laida Azkona Goñi y Txalo Toloza-Fernández. Voces en off: Sergio Alessandria, Agustina Basso, Conrado Parodi, Gerardo Ghioldi, Daniel Osovnikar, Sebastián Seifert, Rosalía Zanón y Marcela Imazio. AZKONA & TOLOZA / ANTIC TEATRE / FESTIVAL TNT- TERRASA NOVAS TENDENCIAS.

XXXVI Mostra Internacional de Teatro de Ribadavia. Auditorio do Castelo Rubén García, 24 de julio de 2020

‘O Mel Non Caduca’, o naturaleza artificial

julio 30, 2020

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Espectáculo en lengua gallega

Se podría decir que con O Mel Non Caduca –otro de esos montajes gallegos que quedaron congelados en el tiempo al poco de estrenarse y que recupera para nueva normalidad la Mostra Internacional de Teatro de Ribdavia- Santiago Cortegoso se aleja de textos inmediatamente anteriores de estructura más clásica –como podrían ser Raclette o Casa O’Rei- para adentrarse de nuevo en formas más experimentales, como aquellas que le dieron la fama años atrás. No en vano, O Mel Non Caduca se anuncia como el resultado de una serie de talleres e improvisaciones en torno a asuntos como la obsolescencia programada, la destrucción de un mundo cada vez más golpeado por el sistema capitalista o la relación de los seres humanos con el espacio y el tiempo. El espectáculo es, en esencia, el resultado de todos esos talleres –uno de los cuales tuvo lugar, por ejemplo, durante la pasada edición de esta Mostra-.

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Santiago Cortegoso –que, además de escribir la pieza la dirige- hace dialogar dos fábulas: por un lado la de una pareja de científicos que, en un futuro distópico en el que los hombres y las mujeres parecen casi drones programados, intentan crear una abeja –nueva vida útil- a partir de un frasco de miel conservado de épocas anteriores; por otro, la historia de dos hermanos que se han hecho a vivir en grandes ciudades con ritmo frenético –perfectamente integrados por tanto en el sistema capitalista- y que deben encontrarse en la casa de la madre poco después del fallecimiento de ésta –que llevaba tres semanas muerta cuando la encontraron y que vivía con la única compañía de unas abejas, al parecer adiestradas, que producían miel- para repartirse la herencia y decidir qué hacer con el domicilio, en un entorno en el que, además de una incomunicación manifiesta, hay posturas diferentes –hasta puede que irreconciliables ante la vida. Desde un lugar profundamente irónico, parece que precisamente la vida es el eje central de O Mel Non Caduca. La vida humana con inevitable fecha de caducidad en la trama del presente y la vida artificial como única salida posible en la trama del futuro. También el recuerdo –el recuerdo físico- como herramienta activadora de la vida –con qué nos puede conectar, por ejemplo, un objeto?-.  Y, en el centro de todo, la naturaleza –no en vano la miel y las abejas son centrales en ambas tramas- como única opción posible para lograr que, incluso en un futuro donde reina la degradación y la vida artificial parece haberse impuesto, el ciclo continúe.

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Puede parecer a primera vista que O Mel Non Caduca es otra de esas piezas centradas en el clásico conflicto familiar que tanto juego da en el teatro; pero, sin embargo, Cortegoso emplea códigos muy sencillos para hablar de algo mucho más grande: la actitud de los seres humanos ante el planeta tierra y la idea de preservarlo y cómo la carrera capitalista a la que nos subimos en el presente podría condicionar un futuro en el que, efectivamente, la vida natural sea tan escasa que solo sirva para ser tratada en experimentos por seres con capacidad para programarse y desprogramarse. Así, los dos hermanos del presente pintan una visión irónica de la situación: mientras el hermano se niega en rotundo a bajarse de la rueda capitalista de alto ejecutivo de éxito – y entiende bien cómo funciona la cosa y lo explica, por más que sus explicaciones desaten la sonrisa del público; quizá por ese punto de vista tan excesivamente pragmático que nos indica que el mundo tiene que seguir porque si no el pez grande se come al pequeño-, la hermana parece, por la contra, estar más apegada a la esfera del recuerdo, a la casa y a la extraña idea de salvar de algún modo a esas abejas que convivían con la madre –cosa que, al hermano, por supuesto, ni le entra en la cabeza-. Desde aquí, Cortegoso nos plantea no solo una metáfora del paso del tiempo en los seres humanos –porque los hermanos deben enfrentarse al recuerdo, al pasado y a cómo gestionar ese pasado para continuar en el presente- sino –y aquí viene lo que posiblemente sea más curioso- la certeza de destrucción: porque, como nos muestra la fábula del futuro, ese mundo avanzado que se promulga ha terminado por destruir toda inteligencia real humana; y quizá hasta la –poca- naturaleza que quedaba. Desde luego que, pese al humor que destila la visión de futuro que tienen los personajes del presente; Cortegoso –en lo que podríamos denominar como comedia ecológica, o biodegradable, como reza el programa de mano- parece poco optimista a la hora de dibujar el planea que los seres humanos depredadores del consumismo les dejamos a las generaciones venideras. De hecho, el punto de vista de la hermana –apegada a la tierra y al continuismo- acaba por parecer casi una utopía a la vista del futuro distópico del que –para el autor- no vamos a poder escapar. Y, aunque pueda parecer una trama complicada de seguir, hay que señalar que Santiago Cortegoso es capaz de partir de una trama personal muy sencilla –y muy explorada en el mundo del teatro- para hablar de cuestiones mucho más elevadas; de forma que cada espectador podrá decidir hasta dónde lleva la lectura de la obra. Podrá haber pasajes algo más farragosos –alguno hay y convendría aligerar algo el texto- pero, sin embargo, O Mel Non Caduca tiene la capacidad de mantener una estructura clara y concisa –incluso a la hora de emparentar los avances de los dos científicos futuristas con los de la relación de los hermanos- para tratar, desde la fábula y la metáfora – y a partir de cuestiones como la vida, que todos podemos entender- asuntos mayores –el efecto del ser humano, el capitalismo y el consumismo mal entendido sobre el mundo en el que vivimos-. No es poca cosa, aunque el texto –para mí más interesante que los inmediatamente anteriores de Cortegoso- aún mejoraría recortando algunas partes; y quizá hubiese sido deseable profundizar más en el conflicto familiar para dotar a los personajes del presente de una humanidad más clara, más inmediata, que generase mayor empatía del público hacia ellos: sin embargo parece bastante claro que aquí Cortegoso prefiere explorar el conflicto temático que el que tienen los personajes.

Lejos de limitarse a ofrecer un teatro de texto y de actores, en la puesta en escena que firma el propio autor hay un sumo cuidado por el trabajo corporal y físico –el movimiento escénico es de Carmela Bueno, y es de ley mencionar su nombre- y un interesante juego escenográfico –firma la escenografía Diego Seixo, funcional en su doble cometido y nada parca en detalles, como ese árbol central que se acaba formando y que tiene tanto de simbólico-. Podrá parecer que algunas transiciones se demoran en demasía; y, sin embargo, siempre hay una clara voluntad coreográfica que acaba redondeando el todo: la misma voluntad coreográfica con la que muchas veces se relacionan ambos intérpretes en escena, dando lugar a imágenes unas veces sugerentes y otras veces grotescas que dan un cierto atractivo visual a la propuesta.

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En escena, Marián Bañobre y Avelino González se manejan bien en las dos realidades que deben cohabitar: si en la trama de los científicos puede haber algún exceso que inclina el universo futurista hacia la comedia surrealista; en la de los dos hermanos –que de largo es la más conseguida- se ha despojado a las actuaciones de cualquier atisbo de exceso, enfocándose desde una frialdad interior que acaba por resultar tremendamente elocuente al demostrar cómo esas dos personas que deben pasar por semejante trance seguramente no tengan nada que decirse. En los dos retratos, se puede señalar como mientras el personaje de Bañobre se crea a partir de un perfil más idealista –un idealismo muchas veces al borde de la comedia- el de González transmite el conflicto interior de un hombre agotado, desbordado por el frenesí de una vida que tiene que seguir  buen ritmo pase lo que pase, como en una gran huida hacia delante, porque no queda otra.  Ambos se complementan bien y sirven con eficacia el aspecto más físico de la función. Hay, eso sí, algunas réplicas que no llegan con toda la claridad deseable aquí y allá –siempre aquellas que ocurren de espaldas al espectador-; pero esto seguramente sea más achacable al espacio que a los actores.

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O Mel Non Caduca seguramente no llegue –ni lo pretenda- al impacto de la recordada 0,7% Molotov –seguramente el texto de Cortegoso que más me haya interesado hasta la fecha- y, sin embargo; hay algo en esta que recuerda a aquella: tanto por algunos rasgos temáticos como por esa capacidad de hablar desde un lugar sencillo de asuntos más elevados de los que parece a primera vista y por esa voluntad del autor de jugar con las formas respetando sin embargo las estructuras, aunque los asuntos temáticos quizá se acaben elevando por encima de los retratos de los personajes; con todo lo que eso implica. Sin que pretenda inventar la pólvora, ni mucho menos; lo cierto es que se ve con agrado, es honesta en fondo y formas y está bien producida e interpretada. Con todo, intuyo que lucirá mejor en distancias más cortas y espacios más íntimos que el del Auditorio del Castillo.

H. A.

Nota: 3.25 / 5

O Mel Non Caduca”, de Santiago Cortegoso. Con: Avelino González y Marian Bañobre. Dirección: Santiago Cortegoso. IBUPROFENO TEATRO.

XXXVI Mostra Internacional de Teatro de Ribadavia. Auditorio do Castelo Rubén García, 22 de julio de 2020

‘Hoy Puede Ser Mi Gran Noche’, o cuando recordar merece la pena

julio 27, 2020

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Espectáculo en lengua gallega

Apenas una única función en el Centro Niemeyer había podido hacer Hoy Puede Ser Mi Gran Noche, el último espectáculo de las imparables Teatro En Vilo, antes de que el coronavirus truncase nuestra realidad y su inminente temporada en el Teatro Fernán Gómez, que jamás llegó a comenzar. Las circunstancias propiciaron que el espectáculo volviese a la vida en la Mostra Internacional de Teatro de Ribadavia, en un contexto bien diferente que no ha hecho más que engrandecer todo el contenido simbólico de una propuesta que, con razón, acabó con el Auditorio del Castillo jaleando en pie. Porque, en su carácter íntimo, puede que Hoy Puede Ser Mi Gran Noche sea una de las propuestas más sencillas, sinceras divertidas, catárticas y emocionantes con las que me haya encontrado en estos tiempos extraños. Hay que celebrar –y ahora más que nunca- poder encontrarnos en el teatro con cosas así.

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Hoy Puede Ser Mi Gran Noche es una autoficción basada en hechos reales… como las películas de Antena3. La historia del padre de Noemi Rodríguez –una de las líderes de la compañía, que siempre destaca por sus dotes expresivas- Darlene Rodríguez –a la sazón, hermana de Noemi-. La historia de un hombre que recorría las verbenas y pueblos de Galicia encabezando una orquesta que, tal y como nos cuenta Noemi, llegó a rivalizar con las grandes orquestas del lugar; pero también la historia generacional de las dos hermanas –crecidas en la Galicia de los 90-, de cómo crecieron al calor de la música y de cómo lograron –o no- su aspiración de estar a la altura de ese referente paterno al que siempre quisieron parecerse. Con humor y en primera persona, las dos hermanas arman un relato generacional y social, que podría parecer personal en primera instancia; pero alcanza enseguida un carácter universal que se mete al público en el bolsillo de calle. Porque Hoy Puede Ser Mi Gran Noche no solo es un homenaje a las relaciones paterno-filiales, sino también –y sobre todo- el retrato vivo de toda una generación narrado en primera persona.

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Bailar Pegados, la rapa das bestas, el Xabarín Club, las Azúcar Moreno comiendo en alguna parrillada de carretera, Lluvia de Estrellas, Bertín Osborne, las Olimpiadas de Barcelona 92, el mismísimo Freddie Mercury se dan cita en el relato con el que Noemi Rodríguez arma, desde el recuerdo su infancia, la de su hermana –que está en todo momento a los teclados y presta apoyo actoral a la actriz principal y la de un padre al que la joven Noemi no puede defraudar: la niña debe ser una estrella tan grande como él y no debe desaprovechar cada oportunidad de triunfo que se le presente. Pero ¿qué es todo esto?

Con humor, retranca y una buena dosis de nostalgia, Noemi y Darlene nos invitan a un viaje por los recuerdos: los suyos, los de su padre, los nuestros y, en definitiva, los de toda una generación. En algo más de una hora, Noemí Rodríguez –haciendo gala de esa calidad expresiva y esa naturalidad que son ya marca de la casa- desgrana anécdotas varias, vistas muchas veces desde un prisma naif que da al conjunto un prisma de comedia, a veces delirante y otras veces amable. Todo lo que rodea a las hermanas está inevitablemente marcado por el aroma de las orquestas –por eso la parte musical es una constante, y el repertorio incluye un verdadero festival de hits de la pachanga de esos que todos hemos coreado alguna vez en esas verbenas que son hilo conductor-, por el aura de esa Galicia del interior –que se pondrá aun más de manifiesto cuando la pequeña Noemi tenga en Madrid su primer conato de cita con el éxito en un episodio hilarante…- y por la unidad familiar. Ante nosotros, especie de road movie teatral, sin otra furgoneta que la que tenía el padre, entre verbena y verbena camino a las puertas del éxito. A priori, el éxito como objetivo de la vida… pero ¿Qué es verdaderamente el éxito en la vida? ¿Qué nos da la verdadera realización? Puede que al final de este viaje, entre risa y risa, encontremos la respuesta.

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Todo cuanto aparece en la función –y miren que el universo referencial es amplísimo- es perfectamente reconocible y el ambiente es decididamente festivo; por eso nos reímos con las andanzas de Noemi, Darlene y su familia, narradas a veces de forma conscientemente grotesca para delirio del respetable. Y, entre tanta comedia –a estas alturas ya todos debemos saber que Noemi es una verdadera bestia de la comedia; y lo cierto es que Darlene le sirve el apoyo en bandeja de plata- la narración tiene el acierto de incidir en ese componente nostálgico, que mira al pasado –a ese pasado que no vuelve, a esos tiempos quizá mejores a los que todos tenemos guardados en algún lugar de nosotros- con anhelo de agradecimiento. Durante buena parte de la función, Teatro en Vilo se vale de la comedia para dibujar una realidad que, en realidad, tiene mucho más fondo del que podamos prever a primera vista. Y es que esta es una historia armada en base al universo del recuerdo; y ya saben ustedes que los recuerdos son a veces traicioneros y nos pueden llevar a lugares insospechados. Sin querer adelantar mucho de los giros que contiene la función, podemos decir que realiza una inteligente vuelta de tuerca al género autoficcional y, ante todo, lo que es su esencia: un emocionantísimo homenaje al padre de Noemi y Darlene. Por eso, por ese homenaje tan merecido como bien planteado; el último monólogo de Noemi Rodríguez –que, ya lo hemos dicho, se devora la función a placer; pero remata con un doble salto mortal emocional de impresión- nos deja acongojados, con un nudo en la garganta y al borde de la lágrima –en mi caso, más que al borde-: porque da un nuevo sentido a todo. Y, con todo, las Teatro En Vilo reservan aún una última sorpresa para los últimos minutos de esta función tan fresca, que nos agarra de la mano para llevarnos de la risa a la emoción y de la emoción nuevamente a la risa. Por eso –aparentemente tan sencillo pero que en el fondo es tan difícil, y que Hoy Puede Ser Mi Gran Noche logra tan bien- hay que señalar también cómo la dramaturgia –que firman al alimón Noemi Rodríguez y Andrea Jiménez; y en la que es de suponer que Darlene Rodríguez también habrá formado parte- está planteada de forma muy inteligente: tanto a la hora de seleccionar qué se cuenta como a la hora de organizarla, moldearla y decidir desde dónde se cuenta. Porque Hoy Puede Ser Mi Gran Noche alcanza ese equilibrio justo entre diversión y emoción que rara vez se ve en un escenario y que es la esencia misma del teatro, desgranando los hechos con una honestidad neutral, juguetona y cariñosa tan de agradecer como infrecuente cuando afrontamos una autoficción.

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Con Hoy Puede Ser Mi Gran Noche Teatro en Vilo consigue el que seguramente sea su trabajo más redondo desde la memorable Interrupted. Porque, desde la dirección, Andrea Jiménez juega con muy pocos elementos para armar una comedia trepidante, que juega con lo corporal como arma narrativa y que se vale de una base musical impagable para montar una gran fiesta que, sin embargo, se dirige imparable hacia un lugar muy consciente y meditado que le otorga al todo una nueva dimensión. Porque Noemi Rodríguez realiza un verdadero recital actoral que pone de manifiesto de nuevo sus dotes de grandísima actriz cómica, esta vez al servicio de un merecido homenaje con mucho de exorcismo personal y porque, como siempre suele suceder en sus trabajos, esto no se queda en una mera comedia: lo mismo nos troncha que nos parte el corazoncito… hay que ser muy buena para eso y ella lo es. Porque Darlene Rodríguez que, al margen de encargarse de la importantísima base musical que es una constante en la propuesta, si se fijan bien ha de actuar mucho más de lo que parece –y no, no me refiero precisamente a sus deslumbrantes coreografías-. Y, sobre todo, por la dimensión humana que alcanza un espectáculo que pretende ser una comedia que divierta –y vaya si lo hace- pero acaba por convertirse en un merecido homenaje sincero y, lo más importante, un homenaje a tiempo. Porque logra trascender de lo personal a lo universal y esa emoción que acaba palpitando visiblemente en el escenario se acaba contagiando a todo el recinto. Poco importa cómo sean los recuerdos que se nos presentan cuando el teatro autoficcional –un género al que más de una vez he mirado con cierta reticencia- consigue provocar una catarsis personal –la mía, que déjenme decirles que acabé emocionado hasta las lágrimas, y riéndome por encima de las lágrimas que seguían cayendo- y, al mismo tiempo, una catarsis colectiva, porque pronto me di cuenta de que la emoción se había adueñado no solo de mí, sino de todos los allí presentes. Y, cuando esas cosas pasan, poco más se le puede pedir al teatro. Con este espectáculo, Teatro En Vilo logra hacer de algo pequeño algo muy grande.

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Emoción palpable en escenario y platea, público en pie y prolongadas ovaciones al final del espectáculo; y ovaciones nuevamente cuando las intérpretes irrumpieron en la plaza tras la representación demuestran que estamos ante uno de los mejores espectáculos que se hayan visto este año en España. Además, el destino ha querido que el bautismo de fuego de este espléndido espectáculo fuese en Galicia, tierra de las protagonistas –por eso esta función en concreto tuvo lugar en gallego- y tierra donde casi cada referencia, cada nombre, forma parte de la memoria colectiva. Pero no se confundan, Hoy Puede Ser Mi Gran Noche no habla solamente de Noemi, de Darlene y de sus familias: la grandeza del espectáculo es que de algún modo, desde la nostalgia cómica, tiene algo de todos nosotros y de todos los nuestros. Qué hermoso cuando suceden estas cosas en el teatro.

H. A.

Nota: 4.25 / 5

Hoy Puede Ser Mi Gran Noche”,dirección y dramaturgia: Andrea Jiménez y Noemi Rodríguez. Con: Noemí Rodríguez y Darlene Rodríguez. TEATRO EN VILO.

XXXVI Mostra Internacional de Teatro de Ribadavia. Auditorio do Castelo Rubén García, 20 de julio de 2020

‘Rebota, Rebota y en tu Cara Explota’, o un golpe en la mesa

julio 23, 2020

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Desde luego que, en estos tiempos inciertos, la Mostra Internacional de Teatro de Ribadavia –cita obligada de este blog y, seguramente, el festival de teatro más importante de entre cuantos se celebran en Galicia- se ha apuntado un tanto importantísimo al sacar adelante con éxito su 36ª edición, reformulando su programación casi por completo en tiempo récord e impulsando la creación gallega –se vieron entre otras Dreaming Juliet, Fariña, Liberto, Pink Unicorns, Leria, O Mel Non Caduca…- y española –con propuestas importantes como Doña Rosita, anotada; Sueños y Visiones de Rodrigo Rato, Hoy Puede Ser Mi Gran Noche…- y con una presencia internacional testimonial – Tierras del Sud, Copyleft-. Desde luego que es de ley empezar destacando el esfuerzo que ha supuesto para la Mostra echar a andar y culminar con éxito una nueva edición, siendo uno de los pocos festivales en España que ha conseguido seguir adelante en un momento en el que las cancelaciones se han ido sucediendo. De partida, mis más sinceras felicidades a Roberto Pascual y todo su equipo por algo que debe verse como una verdadera gesta –de la que, con pleno derecho, se hicieron eco varios medios de comunicación- y mi alegría por haber podido formar parte de la Mostra un año más, a pesar de los pesares.

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Con un sinnúmero de premios a sus espaldas desde su estreno en 2017 se presentó Rebota, Rebota y en Tu Cara Explota, la performance en la que Agnés Mateus y Quim Tarrida denuncian la lacra de la violencia de género y la situación de inferioridad y opresión generalizada de la mujer frente al hombre. Pero Agnés Mateus –prácticamente sola en escena a lo largo de la hora y algo que dura el espectáculo- aborda temas incómodos y espinosos desde un lugar irreverente y a veces extraño, como demuestra ese terrorífico payaso que, al inicio, acompaña a la performer mientras deja caer purpirina. Estamos ante un monólogo físico, con mucho de stand-up. En primera instancia, se nos demuestra cómo el lenguaje, en general, no trata de la misma manera a los hombres y a las mujeres, dando prioridad a los primeros sobre las segundas. Así, después de bailar de forma frenética mientras leemos y escuchamos una lluvia de adjetivos que menosprecian e insultan a las mujeres pero que, sin embargo, ya se han convertido en una constante del vocabulario de nuestra lengua; a continuación, revisa las historias –ficticias y reales- de un buen número de princesas de cuento para demostrarnos que la vida de la mujer no es como nos la contó Disney: ellas ni fueron felices ni comieron perdices, sino que sufrieron caminos de sumisión, violaciones y vejaciones varias… ¿y eso es ser una princesa? No falta tampoco una revisión al repertorio del reggaeton –que, como todos sabemos, cosifica a la mujer hasta límites inimaginables-, un listado de mujeres notables que, en muchos casos, resultan desconocidas para la sociedad en la que vivimos, o para un delirante momento en el que la performer nos explica que se puede encargar sin problema alguno un disfraz de pene –por más que cualquier parecido entre lo que se anuncia y lo que se recibe sea mera coincidencia- pero no uno de vulva para rematar la faena con una lista –desgraciadamente interminable- de todas las mujeres que han perdido la vida desde 2015. Podríamos decir además que Rebota, rebota y en tu Cara Explota no habla directamente ni de feminismo –aunque sí es un espectáculo feminista- ni de guerra de sexos; sino que eleva el conflicto femenino a una cuestión que engloba a toda la sociedad. ¿Nos educan así? ¿Es la sociedad misma la que produce que algunas cosas ocurran, y seguidamente somos nosotros quienes hacemos avanzar la tragedia de lo pequeño a lo grande? Es, desde luego, una de las ideas que puede dejar este espectáculo en la cabeza llamando a la reflexión.

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Desde luego que Rebota, Rebota… pone sobre la mesa de modo tajante cuestiones incómodas que deberían mover a una reflexión inmediata y, de algún modo, avanza desde lo que aparentemente podría parecer más inofensivo hasta cuestiones más desagradables, que son efectivamente una lacra que debemos luchar por exterminar. Desde luego que el tono irónico que escoge Agnés Mateus en su discurso – un discurso ácido, que interpela constantemente al espectador y que mueve desde la risa inicial a la mueca incrédula cuando las cosas se van tornando más oscuras- es una buena forma de capturar nuestra atención. Además, la pieza aparece salpicada de toda una serie de acciones performativas que van desde la danza hasta el afilamiento y lanzamiento de cuchillos –todas ejecutadas con una capacidad física envidiable; pero, a mi modo de ver, unas más pertinentes que otras- que hacen del espectáculo una experiencia estimulante en lo estético, convertida, más allá de un ejercicio de empoderamiento femenino en una suerte de lo que podríamos llamar teatro de guerrilla; aunque no propiamente in-yer face… lo que ofrece este espectáculo excede con mucho la categoría de posdrama-. Desde luego que el toque canallesco que ofrece la propuesta es una de sus mayores bazas; pero hay que reconocer también que el espectáculo se prolonga en demasía –a pesar de durar apenas 75 minutos- y tengo la sensación de que todos los números aparecen algo estirados, lo que hace que el conjunto acabe por perder algo de fuerza. Tampoco ayudan esas largas transiciones con imágenes –en las que suena insistentemente una versión karaoke de“Vedró con mio diletto” de ll Giustino de Vivaldi- que frenan en seco algo que, como la bomba que es, no debería dar respiro alguno al espectador. En otro orden de cosas, habría que señalar que dentro del potente discurso que promulga Mateus hay, aquí y allá algunas generalidades, algunos lugares comunes –como cuando afirma que es incapaz de sentir cualquier tipo de empatía hacia los hombres en general (que habrá hombres y hombres…)- que nos pueden distanciar del discurso; aunque también podrían verse como otra forma de provocación consciente, de meter el dedo en la llaga ante ese discurso punzante que contiene el espectáculo-.

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No se discute que Rebota, rebota y en tu Cara Explota tiene atractivos, desde el extrañamiento inicial que puede llegar a producir el enfoque del discurso hasta el ritmo implacable –y muchas veces alocado- que plantea la propuesta. Agnés Mateus se consagra desde luego como una performer de primer nivel –¿qué duda cabe de esto?- y se deja la piel en el escenario por su propuesta. Hay que aplaudir mucho tanto su capacidad para capturar nuestra atención como maestra de ceremonias y lanzar texto de forma implacable, así como su espléndida forma física; si bien creo que el mensaje que contiene el espectáculo –ese mensaje tan necesario- acaba quedando por encima del valor meramente teatral de la propuesta en sí misma. Desde luego que la propuesta, con todos los momentos memorables que pueda tener –los tiene- ganaría agilizando su ritmo –acortando los sketches, los tiempos de transición…- y quizá lanzándose con mayor frecuencia hacia un tono más decididamente agresivo –tal y como ocurre en los momentos finales- y más alejado del tono de falso cachondeo que puede llegar a resultar algo cargante en algunos momentos. Así y todo, también es cierto que deja suficiente material y poso en la mente para reflexionar sobre él –por más que su denuncia vaya en una dirección a veces demasiado evidente- y que, parte del espectáculo, consiste sin duda en cómo cada espectador repiense y procese la catarata de material que nos deja Mateus.

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En suma, puede que lo más atractivo de Rebota, Rebota y en tu Cara Explota sea –además de la fuerza y la entrega de su intérprete- su capacidad para, yendo de menos a más llegando a unos límites extremos, poner sobre la mesa asuntos muy serios de una manera irreverente que dejará perplejo a más de uno. Es, sin duda, un elemento a favor; si bien el mensaje de la función me sigue pareciendo más importante que su ejecución y teatralidad en sí mismas. Aligerar la duración y cuidar el ritmo harían sin duda más potente una función no exenta de puntos de interés, sobre todo por la espléndida capacidad comunicativa de Agnés Mateus. También hay que señalar que la prohibición expresa de realizar fotografías a lo largo del espectáculo salvo en los momentos iniciales –incluso a los departamentos de prensa- impide ofrecer una idea estética más clara del espectáculo al lector.

H. A.

Nota: 3/5

Rebota, Rebota y en Tu Cara Explota”. Creación y dirección: Agnés Mateus y Quim Tarrida. Con: Agnés Mateus, Pablo Domichovsky y un extra. FESTIVAL TNT – TERRASA NOVES TENDÉNCIES / L’ANTIC TEATRE / KONVENT PUNT ZERO / LA PODEROSA / NAU IVANOV / TEATRE LA MASSA

XXXVI Mostra Internacional de Teatro de Ribadavia. Auditorio do Castelo Rubén García, 19 de julio de 2020

‘O Empapelado Amarelo’, o la elegancia de evocar lo gótico

julio 20, 2020

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Espectáculo en lengua gallega

A pesar de que ya ha pasado algo más de un año desde su estreno, todavía tenía pendiente O Empapelado Amarelo, primer espectáculo de la compañía gallega A Quinta do Cuadrante que lleva a escena el icónico relato corto de Charlotte Perkins Gilman (The Yellow Wallpaper, 1892) interpretado por Melania Cruz en una versión de cámara a medio camino entre el terror gótico y la teoría literaria; que se vale de muy pocos elementos para armar una experiencia francamente satisfactoria.

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Sorprende comprobar cómo más de un siglo después de escribirse, el relato de Perkins Gilman presenta no solo total vigencia –incluso más allá de una mirada puramente feminista- sino que además, vista a día de hoy, permite alzar una reflexión mucho más amplia. La pesadilla de la mujer protagonista –enfrentada a sí misma y a su propio entorno- progresivamente obsesionada con la baja renta de la nueva casa en la que su marido pretende que ella repose, con el amarillo de la pared y con una presencia que parece querer abrazarla y llevarla con ella más allá con la que acaba manteniendo un enloquecido cuerpo a cuerpo para liberarse de su yugo; mientras su marido pretende cuidarla cercenando su libertad creadora y amándola de verdad –o al menos eso cree él- pero sin ningún tipo de empatía real hacia ella nos deja, al margen de la obvia lectura psicoanalítica que subyace de partida una ventana clara a las relaciones tóxicas, al amor mal entendido; e incluso a cómo esa fantasía terrorífica que en forma de obsesión se convierte en el pensamiento único de la protagonista puede convertirse al mismo tiempo en una vía de escape necesaria y libertadora para ella. En efecto, más allá de lo gótico y lo psicológico, se debe señalar cómo las palabras de Perkins Gilman inciden especialmente en que, pese a todo, no existe un final feliz mientras la protagonista no sea capaz de pisar firme y tomar sus propias decisiones –la última frase es devastadora en este aspecto-. En cualquier caso, puede que el mayor interés de este relato visto a día de hoy sea precisamente ése: ha trascendido con mucho las etiquetas de literatura gótica –que lo es-, literatura feminista – que lo es- y hasta de literatura psicoanalítica –que también lo es-; lo que verdaderamente produce terror hoy de este relato es comprobar cómo se mantiene centrado en la esfera de las relaciones personales como motor trágico: ¿Cuáles son las consecuencias de la incomunicación en la vida de pareja? ¿Hasta qué punto un hombre que cree estar haciendo lo correcto puede arrastrar a su esposa a la locura más absoluta sin pretenderlo? ¿Cuál es el precio a pagar por mantenerse en la esfera de lo que nos dicta la sociedad cuando la sociedad no nos escucha? Inconscientemente, Perkins Gilman parece lanzarnos estas preguntas desde 1892 para que las repensemos en 2020.

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Teniendo en cuenta que estamos ante una propuesta de cámara y que la base del relato es de siempre el terror gótico, existen diversas formas de acercarse a una dramaturgia para convertir el texto en un material teatral. En su puesta en escena Tito Asorey huye de lo evidente y nos invita a presenciar lo que podríamos dar en llamar la construcción del relato, armando la ficción ante nuestras narices. Así, la narradora entra y sale de la ficción constantemente para interpelar al público, dialogar directamente con él –por ello, entre otras cosas, la propuesta funcionará mejor cuanto más cercano y más cerrado sea el espacio en el que se represente- e incidir en algunos de los aspectos que más llamaron la atención de Melania Cruz en el momento de leer el relato: aquellos aspectos que impulsaron que O Empapelado Amarelo sea el espectáculo que es hoy. Se aleja además la propuesta de lo realista para apoyarse en lo simbólico, tanto desde las espectaculares luces de Laura Iturralde –claroscuros presidios por una constante humareda que acaba por erigirse en un personaje más, en un trabajo verdaderamente espléndido: estas luces son un arte y uno no se hace a la idea de cuánto puede conseguirse con tan poco hasta que no lo ve- como desde los pocos elementos escénicos –el más importante, ese libro que se convierte en pequeña maqueta plegable de la casa- que la propia actriz traslada a escena de forma muchas veces incorpórea, con apenas tiza y su propio cuerpo, en un juego francamente interesante y bien resuelto. Desde luego que la propuesta escénica acierta de pleno al trabajar sobre una atmósfera como elemento central, sin sobrecargar el aspecto terrorífico que, en efecto, aquí es más atmosférico –porque el verdadero terror está en la cabeza-. También es adecuadamente sutil el espacio sonoro que evita, con buen criterio, caer en los estereotipos del género de terror. Lo cierto es que –más allá de que lo que podríamos llamar los momentos de comentario de texto no terminen de funcionarme del todo; porque, de algún modo, relajan la tensión y, por ejemplo, no se cierran porque se apuesta, como es lógico, por cerrar la función en punta- con pocos elementos O Empapelado Amarelo se convierte en un espectáculo sutil y elegante, que va armando la ilusión de forma progresiva con una orfebrería bien inteligente.

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Puede que la máxima dificultad del trabajo de Melania Cruz en este monólogo –que inicia en la grada, dirigiéndose a los espectadores con la consabida mascarilla, en la que quizá sea la primera muestra teatral real de la nueva normalidad- esté en dos aspectos. El primero, esa obligada capacidad de transfigurarse cada vez que entra y sale de la narración –siempre sucede, claro, en puntos culminantes-; y el segundo, lograr adentrarse en una narración tan compleja sin cargar las tintas ni agarrarse a clichés que podrían ser tan dados en este género. A poca distancia del espectador, la voz es íntima –porque así lo pide la propuesta- y el gesto huye deliberadamente de la mueca para concentrarse en el detalle. Sin titubear, durante la hora en la que el montaje lo deja todo en sus manos, Cruz –seguramente en una de las mejores interpretaciones femeninas que se van a ver este año en la esfera del teatro gallego- hace gala de su acostumbrada elegancia para transitar los diferentes estados anímicos que atraviesa no solo el personaje –ya en Xardín Suspenso dio sobradas muestras de lo bien que se maneja en personajes extremos- sino también la actriz como narradora. Dado el material que se trabaja, quizá lo fácil y lo obvio hubiese sido tirar por el camino de la grandilocuencia buscando epatar gratuitamente; y, sin embargo, el trabajo de Cruz –sereno, cincelado, progresivo- rezuma esa elegancia que, a fin de cuentas, es la palabra que mejor define este montaje.

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Lo cierto es que uno sale de ver O Empapelado Amarelo con la sensación de haber vivido una experiencia elegante y evocadora en la que, con muy pocos elementos y una actriz francamente afinada, se consigue la magia del teatro. Es, eso sí, una función que necesita abrazar –nunca mejor dicho- al espectador: necesita de la inmediatez y de la cercanía para envolver como es debido. Afortundamente la sala de teatro Roberto Vidal Bolaño de la Universidade de Santiago de Compostela es un espacio especialmente propicio a esa cercanía que es tan necesaria aquí. Muy recomendable.

H. A.

Nota: 4/5

O Empapelado Amarelo”, de Charlotte Perkins Gilman. Versión libre: Tito Asorey y Melania Cruz. Con: Melania Cruz. Dirección: Tito Asorey. A QUINTA DO CUADRANTE.

I Festival USCénica. Sala de Teatro Roberto Vidal Bolaño (Santiago de Compostela), 15 de julio de 2020

‘Microspectivas dun Marica Milennial’, o la estética y la denuncia

julio 17, 2020

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Espectáculo en lengua gallega

Entiendo que Microspectivas dun Marica Milennial nace ante todo de la necesidad individual y colectiva. Primero, seguramente, de la necesidad de Davide González –intérprete de este solo, impulsor del proyecto- por mostrarse ante la audiencia tal cual es, sin ambages, sin tapujos y mediante un proceso que exige la decosntrucción del yo en escena para llegar a una reconstrucción del yo. Después, de la necesidad colectiva, de la necesidad de un colectivo de gritar, mostrarse y rebelarse. O, más bien, sencillamente significarse. Así es como Microspectivas dun Marica Milennial –el espectáculo de reciente estreno que presenta Incendiaria dentro del Festival USCénica (valiente iniciativa nacida en estos tiempos de completa incertidumbre)- avanza desde lo personal hasta lo colectivo para acabar por erigirse, por encima de todo, en un símbolo de tantas cosas.

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En el espectáculo –que sobrevuela por encima de lo puramente textual y bebe de la más absoluta performance; a veces casi hasta de la instalación- se dan la mano la experiencia personal –la de Davide González, un joven de Mos (Pontevedra) que nos cuenta, de un modo simbólico y poético, su lucha por encontrar e imponer su propio yo-, lo político y social –el hecho de ser gay en un contexto socioeconómico determinado- y la explosión de rebelión colectiva, que termina siendo de algún modo la auténtica razón de ser de la propuesta. Quizá sea por eso –por ese componente de símbolo representativo que acaba por erigirse central- por lo que la dramaturgia prefiere erigirse en una especie de propuesta sensorial y visual que, durante los 55 minutos que dura, plantea bombardear al espectador con estímulos –sonoros, visuales, estéticos, políticos- que se reciben por desde varios puntos. En pocas palabras: una experiencia estética que lleva implícita una denuncia social importante pero nunca mostrada como una proclama, sino más bien como una realidad.

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De entrada, vemos como efectivamente Davide González, efectivamente, se deconstruye en una suerte de performance en la que pasa progresivamente del traje de gala de un músico de orquesta –en este caso, saxofonista- a una estética más decididamente queer. En este juego inicial –que incluye saxo en directo, grabación de loops y un fuerte componente físico, y que quizá se demore demasiado en el tiempo: el inicio es lento hasta la exasperación…- pareciera que González necesita despojarse de los convencionalismos sociales para llegar a ser ese yo verdadero que lleva dentro. Desde luego que el espacio de Carlos Alonso –destartalado, variopinto, sugerente y frecuentemente usado por el actor para generar nuevas imágenes- ayuda a crear un cierto extrañamiento en el espectador. Después de este inicio, González –despojado, nuevo, desnudo- enfrenta, a varias bandas la esfera de lo social: desde la turbulenta relación con su padre –al que llega a entregar su sueldo en prenda de su trabajo hecho, en un claro ejemplo de búsqueda de la aceptación y la dignidad- hasta una especie de mariola irónica en la que una voz en off ultraterrenal enfrenta al actor con toda una serie de cuestiones a las que haya tenido que enfrentarse – o no- por su condición de homosexual a lo largo de su vida, impidiendo o permitiendo avanzar. Aparece aquí de nuevo ese cierto componente irónico –del mismo modo que antes era la irreverencia- en el que el intérprete parece querer reírse con irónica languidez de toda una serie de trabas que todavía hoy, en pleno 2020, siguen acechando a lo que ya debería ser la normalidad pero todavía no lo es –o, a juzgar por lo que se nos muestra en el espectáculo, no del todo-. Tal vez sea por eso que, en una especie de apoteosis final, con González erigido en una suerte de vedette que se impone con su arte interpretando a Bambino, la proyección videográfica –de la que se encarga Lucía Estévez- nos recuerda a modo de letanía visual nombres, fechas y delitos por los que tuvieron que pagar aquellxs que lucharon –y luchan- por unos derechos que, aun hoy, se niegan al menos parcialmente, dejando de algún modo una pregunta de cierre en el aire: ¿hemos llegado a un triunfo o todavía hay mucho por lo que pelear? La experiencia personal de Davide González –que precisa deconstruirse para reconstruirse y lo hace ante nuestros ojos- se eleva entonces a colectiva para hablar de la masa a partir del yo; y el regusto que deja sigue siendo más el de una denuncia que el de un triunfo, por más que la fuerza del protagonista acabe por imponerse, alzarse y contagiar a todos. Sorprende tal vez comprobar cómo pese a la etiqueta milennial del título, González afronta los hechos como algo mucho más universal que puramente generacional, sin que se incida de una forma especial en lo milennial.

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La idea de González y Vanesa Sotelo –que dirige el montaje- prefiere apostar por algo esencialmente visual, en el que tanto el sugerentísimo espacio de Carlos Alonso como las estupendas luces de Laura Iturralde –fundamentales para explorar las posibilidades del espacio y cómo integrar al actor en esas posibilidades- ayudan a dejar un buen puñado de imágenes atractivas y poderosas por igual, que son el mayor atractivo de una propuesta en la que el intérprete realiza un exigente trabajo corporal, alzándose a veces como una especie de Piedad contemporánea que dialoga con el espacio, de modo que la performance –que es, sin duda, el género del espectáculo- avanza a menudo hacia el género de la instalación: porque aquí el espacio –y la convivencia del actor con ese espacio- acaban siendo un espectáculo en sí mismo. Es cierto que, dentro de este gusto por la estética a la que todos juegan el espectáculo –que dura una hora clavada- tiende a gustarse demasiado a sí mismo, con algunos tramos que se prolongan en demasía sin mucha necesidad –sobre todo en el largo sector inicial-; incluso a pesar de que estos alargamientos fomenten potenciar el elemento más puramente estético. También tengo la sensación de que esa acumulación de elementos que forman el conjunto estético hagan que la propuesta se vea más como algo visual que como una herramienta de denuncia LGTBI+ –que es, después de todo, lo que se espera del espectáculo-: bajo mi punto de vista, lo que más se disfruta es la experiencia visual y estética, con todo lo que eso conlleva.

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En fin Microspectivas dun Marica Milennial se aleja conscientemente de lo pretencioso –pese a que el título pueda anticipar erróneamente lo contrario- que muestra, expone pero nunca alecciona –¡cuanto se agradece esto!- para convertirse en una experiencia que permite ver a un intérprete mimetizado con los –muchos- elementos que aparecen en un montaje que acaba disfrutándose más como performance y hasta como instalación. Estéticamente poderoso, qué duda cabe. Hay, además, un claro componente de denuncia que camina de lo individual a lo colectivo que queda bastante claro; incluso si, como yo, algunos puedan pensar que la experiencia estética acaba estando por encima de la denuncia política y social que el espectáculo lleva implícita. De lo que nadie dudará es de que Microspectivas dun Marica Milennial deja un puñado de imágenes poderosas.

H. A.

Nota: 3/5

Microspectivas dun Marica Milennial”. Idea Original: Davide González. Con: Davide González. Voz en off: Eduardo Cunha “Tatán”. Dirección: Vanesa Sotelo. Dramaturgia: Davide González y Vanesa Sotelo. INCENDIARIA / CENTRO DRAMÁTICO GALEGO.

I Festival USCénica. Salón Teatro, 10 de julio de 2020

‘O Mozo da Última Fila’, o repensar un clásico contemporáneo

julio 15, 2020

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Espectáculo en lengua gallega

Después de presentar la versión en gallego de I.D.I.O.T.A. –que había tenido una vida anterior en castellano, pero no había llegado a Galicia- Redrum Teatro propone esta vez la primera adaptación a la lengua gallega del que posiblemente sea uno de los dramaturgos más reseñables de su generación en castellano, Juan Mayorga, presentando un texto que, en apenas quince años desde su estreno, seguramente se haya alzado por derecho propio como el título más relevante de la literatura dramática española de este siglo. O Mozo da Última Fila –o, lo que es lo mismo, El Chico de la Última Fila- es lectura obligatoria en institutos, ha sido objeto de una transposición cinematográfica –Dans la Maison (François Ozon, 2012) y sube a los escenarios con cierta frecuencia –no en vano, esta es mi cuarta producción de este título, a la espera de una quinta que veré en los próximos meses-. Por todo esto, hemos de asumir el título como un verdadero clásico contemporáneo; y siempre es interesante que se recupere, máxime si –como sucede aquí- se tiene algo que aportar al original. Así pues, la presente producción introduce a Juan Mayorga en el canon del teatro en lengua gallega, ofrece una nueva mirada sobre un clásico contemporáneo y lo acercará seguro a lugares en los que puede que el nombre de Mayorga todavía suene como algo remoto.

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Aborda la pieza no solo la cuestión de la creación literaria –cómo armar un relato para que interese al lector-, sino también –y sobre todo- las relaciones tóxicas ya sea entre iguales –aparecen dos matrimonios aparentemente estables; pero que que se van al garete por sendas faltas de comunicación entre ellos- o de poder – una vuelta de tuerca a la relación discípulo-maestro: ¿quién enseña a quién? ¿quién domina a quién?-; así como el asunto del gusto que unos y otros encuentran en el hecho de observar y manipular la intimidad ajena. Lo que comienza como un extraño ejercicio de clase de lengua y literatura en el que Claudio –el alumno en el que nadie se fija, el chico de la última fila- le cuenta a su profesor Germán cómo es un día en la casa de un compañero de clase, con la promesa de que continuará- acaba por tejer una trama de la que ni el profesor –quién sabe si un novelista frustrado- ni su esposa –una especie de lectora cero- ni el alumno pueden despegarse; y que podría acabar por estallarles a todos en la cara. ¿Cuáles son las consecuencias de intentar manipular la realidad para obtener una ficción que merezca la pena?

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Desde luego que una de las mayores virtudes del texto de Mayorga es, efectivamente, la capacidad de mantener alerta al espectador y de generar expectativa ante lo que va sucediendo: más allá de la capacidad del autor por trenzar una historia en la que no hay un cabo dejado al azar existe también esa curiosidad morbosa que arrastra a personajes y público de igual forma, características más que suficientes como para hacer de la pieza un texto capaz de suscitar el interés de tantas apuestas diferentes. Además, el hecho de jugar a la creación de un relato dentro de un relato –y la estructura de matrioshka que mantiene a lo largo de todo su desarrollo- permite amplias posibilidades de juego a la hora de subirlo a escénico: ¿qué tan realista debe ser la visión sobre el relato que construye Claudio? ¿qué debe saber el espectador acerca de unos personajes –la familia Artola- a los que solo ve desde el punto de vista del protagonista, por más que formen parte de la pieza? ¿tiene el protagonista –que, después de todo, acaba por ser casi un psicópata en potencia- algún tipo de piedad por aquellos a los que retrata? Desde luego que el hecho de decidir cómo solucionar todos estos asuntos es un cúmulo de dificultades que, al mismo tiempo, aporta riqueza e interés ante la idea de una nueva propuesta escénica –no en vano, todas las que he visto hasta ahora toman soluciones diferentes, unas veces más acertadas que otras-.

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Puede que la mayor baza del montaje de Redrum, que dirige Álex Sampayo, sea precisamente una apuesta estética que juega con muy pocos elementos escénicos –en ambos extremos de primer término del escenario, apenas un sillón para la casa de Juana y Germán y un pupitre para sugerir el aula- y apuesta por la videocreación para separar los acontecimientos reales de aquellos que tienen lugar en el relato que construye Claudio. Así, el universo de los Artola –la casa- aparece acotado en un espacio central semicerrado completado por toda una serie de proyecciones que aportan a la narración un cierto aire de irrealidad que conviene mucho al resultado final, en una más que interesante apuesta estética de José Manuel Faro “Coti”, que firma escenografía y luces: esta disposición convierte por momentos a los personajes en una especie de marionetas de guignol de cuerpo entero.

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La idea desde luego es atractiva visualmente y, aunque pueda dar la impresión de que por momentos los actores pueden quedar supeditados a –y hasta tragados por- el juego de la videocreación –e incluso de que el conjunto se pasa de oscuro en algunos momentos- prefiero pensarlo como que, sencillamente, muchas veces los actores aparecen integrados como un elemento más que completa la apuesta estética que, insisto, para mí es el punto fuerte de una propuesta que transmite la historia al espectador de forma suficientemente clara. Su apuesta además opta por normalizar a los personajes y enseñar su cara más humana –no hace sangre de la familia Artola, a pesar de que el relato de Claudio llega a ser despiadado en más de una ocasión- y subraya una cierta tensión sexual de Rafa hijo hacia Claudio, un rasgo que empieza a ser recurrente en los montajes de la pieza desde que Ozon lo usase para su película –pero que, bajo mi punto de vista, no termina de aparecer del todo en el texto-.

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Tiene además el montaje un ramillete de intérpretes sobradamente conocidos por el público que sostienen el espectáculo con la solidez acostumbrada. Así, al Germán de Roberto Leal –que evita en su retrato erigirse en pontífice de nada y parece querer resaltar la vertiente más humana del personaje- solo se le puede reprochar un texto que todavía debe fijarse mejor –vi la segunda función, con toda seguridad esto se arreglará con el rodaje-, mientras que la Juana de Belén Constenla da al personaje toda la presencia y profundidad que requiere, desde la incredulidad inicial ante el relato que se le presenta hasta un desenlace en el que acaba siendo parte implicada e importante. Es una presencia casi constante y sabe bien cómo jugar su rol de observadora, que acaba siendo principal dadas las características de este montaje. Machi Salgado y Mónica García –que encarnan al matrimonio Artola- juegan bien la papeleta de tener que integrarse de algún modo en el aspecto más puramente visual de la pieza –y esto dice mucho de ambos en cuanto a la generosidad que demuestran como intérpretes: pueden parecer un cierto segundo plano; pero yo les veo más bien como piezas que completan un todo.

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Queda pendiente un asunto sobre el que conviene detenerse: tener no uno sino dos personajes principales adolescentes es siempre un problema a la hora de tomar toda una serie de decisiones. Por el peso de los roles, es habitual que recaigan en actores que sobrepasan con mucho la edad de sus personajes; y ante esto hay que decidir cómo enfocarlos. Guillermo Carbajo –un Claudio que quizá brille más en los rotundos cara a cara con su profesor, cuando aflora ese pequeño psicópata, que cuando forma parte de la narración en casa Artola- y Rubén Porto –Rafa hijo- parece habérseles pedido que actúen enfatizando de algún modo el componente adolescente y ambos mantienen el tipo, lo cual no es poco decir: quizá hubiese sido una opción más redonda prescindir de la caracterización adolescente –sin alejarnos de Mayorga, recuerden al niño que hacía Alberto San Juan en la producción de Hamelin que dirigiese Andrés Lima- y dejar que este dato quedase implícito para el público y dejar que los actores enfrentasen sus personajes desde ellos mismos, a pesar de que aquí ambos intérpretes cumplen con lo que parece una apuesta de dirección bien plausible. Pero, en cualquier caso, el trabajo actoral es notable en líneas generales.

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En suma, podemos considerar esta producción de O Mozo da Última Fila como un trabajo honesto, con intepretaciones sólidas y una apuesta estética de interés, que seguramente acercará a rincones insospechados la que posiblemente sea la obra teatral más importante que se haya escrito en España en lo que va de siglo.

H. A.

Nota: 3.5 / 5

O Mozo da Última Fila”, de Juan Mayorga. Con: Roberto Leal, Guillermo Carbajo, Belén Constenla, Machi Salgado, Mónica García y Rubén Porto. Dirección: Álex Sampayo. REDRUM TEATRO.

Teatro Principal, 8 de julio de 2020