‘Penal de Ocaña’, o la delicadeza es un grado
A pesar de que lleva muchos años en la carretera con gran éxito, incluyendo un cambio de actriz, no había visto hasta ahora Penal de Ocaña, el espectáculo de la compañía Nao d’amores -especializada en recreaciones de teatro barroco-, que toma como punto de partida la novela homónima de María Josefa Canellada -abuela de la directora del espectáculo, Ana Zamora- filóloga y novelista asturiana muestra su diario real entre 1936 y 1937, desde que abandona su brillante carrera de estudiante para ejercer como enfermera en dos hospitales de guerra -primero en Madrid y después en Ocaña-, renunciando a todo en pos de su compromiso social, en un bestial ejercicio de entrega, integridad moral y sentido del deber. Durante ese año, Canellada nos habla de su renuncia a todo y de su convivencia con el horror de la guerra, pero siempre consciente de que está haciendo lo correcto, lo que debe, aunque el precio sea quizá dejar en el camino sus aspiraciones de futuro.
Hay un cúmulo de circunstancias que podrían llevar a pensar -erróneamente- que estamos ante un espectáculo lacrimógeno, salpicado de fuerte carga emocional: el hecho de que sea una novela evidentemente censurada por el franquismo, el hecho de que sea la historia real de la abuela de la autora; y el hecho de que el personaje central sea una mujer que mira de cerca al sufrimiento sin que se le borre nunca la sonrisa del rostro… Pero nada más lejos. Supongo que para Ana Zamora este espectáculo tendrá un algo -o un mucho- de homenaje personal a la figura de su abuela; y hay que dar fe de que es un homenaje brillante: porque se han visto en teatro -y recientemente- varios monólogos de mujeres luchadoras en tiempos de guerra; de la Guerra Civil Española y de otras guerras -solo esta temporada, ahí están La Plaza del Diamante o De Algún Tiempo a Esta Parte– pero, siendo interesantes, ninguno es tan brillante ni tan redondo como este ni a nivel de concepción de la propuesta ni -y esto es lo más complicado- a nivel de conectar con el espectador desbordando emoción, desde el poder de la palabra, desde el poder comunicativo de la intérprete y desde la economía de medios tan evidente -pero a la vez tan útil y tan bien empleada- de la puesta en escena. Penal de Ocaña no es otra historia sobre la Guerra Civil Española, sino una historia que se quedará grabada a fuego de manera imborrable en el corazón y en la memoria de todo aquel que la vea.
Ignoro hasta qué punto la dramaturgia de Ana Zamora haya podido manipular o no el texto original de la escritura de Canellada; pero hay que destacar que el lenguaje empleado es no solo riquísimo -y da con la palabra exacta para expresar cada idea y cada emoción-, sino también bellísimo: escuchar este texto es una belleza y un goce, por lo evocativo que resulta el todo. Es de esos textos que tienen un poder visual que arrastra, y que hace que la simple voz de la actriz coloque ante nuestros ojos toda una pléyade de imágenes que se agolpan envolviéndonos sin remedio. Pocas veces tiene uno la suerte de encontrar un texto tan bien escrito, tan sincero, tan emotivo y tan privado de lugares comunes -de acuerdo que es un diario de una experiencia personal de la autora, pero esto hay que saberlo escribir con esta calidad…- y, sobre todo, tan lleno de luz, de positivismo, de delicadeza y de humanidad pese al tema que está tratando. Primer acierto: el texto es extraordinario.
En otro orden de cosas, la puesta en escena de Ana Zamora es tan arriesgada como primorosa. Porque está trabajada desde la economía más absoluta de medios -en escena solamente un piano, una maleta y la actriz-, pero a la vez ha conseguido exprimir toda la teatralidad posible hasta límites que parecen difíciles de creer. Huye de cualquier aspaviento -no en vano incorpora ciertos rasgos de gestualidad barroca que están muy bien enmarcados en el discurso narrativo- y coloca a su actriz en unos niveles de verdad y de sinceridad absolutos; pero no desde el desgarro, sino desde la más elocuente delicadeza, desde la suavidad que hace que conectemos mucho más y mejor con el personaje. Hay además golpes de teatro, como las entrevistas de la protagonista con otros personajes, la manera de evocar sus carreras por el espacio o de recrear el tranvía, que demuestran que Zamora es un animal de teatro capaz de absorber toda clase de códigos y convenciones para incorporarlos a un espectáculo que demuestra que se puede hacer mucho y buen teatro con muy poco. Las músicas -clásicas y variadas, de Falla a Schubert y de Chopin a Couperin- están además muy bien pensadas, y sirven al espectáculo en esa línea de delicadeza de la que hablaba antes. Es un acierto, además, incorporar a la pianista –Isabel Zamora, sin duda mejor pianista que cantante; y, por ponerle un pero minúsculo al asunto, casi me sobra que cante- al discurso narrativo y dramático mediante pequeños detalles, haciendo que sea personaje sin limitarse a tener a una pianista meramente ahí, colocada en el espacio. Y hay también hallazgos verdaderos a la hora de evocar espacios mediante la iluminación, sencillísima pero igualmente efectiva hasta decir basta, de Miguel A. Camacho y Pedro Yagüe. En suma, una puesta en escena sensible, delicada y sencilla; pero a la vez rebosante de sentido del teatro.
Y luego está Eva Rufo, que me arañó el corazón y me arrastró con ella a un viaje lleno de emociones como pocas veces me ha sucedido en un teatro: podría dejar los elogios aquí. Será la segunda actriz que hace este espectáculo, pero yo ya no lo puedo imaginar con otra cara ni otro cuerpo que no sean los suyos. El equilibrio existente entre la delicada parsimonia con la que se expresa y la fuerza escalofriante de su mirada – ¡qué mirada, cuánta verdad hay en esos ojos! – es algo casi milagroso. Acierta de pleno al contar todo su relato desde la contención, desde la delicadeza, huyendo de aspavientos y exhibicionismos baratos de primera actriz -a los que este relato se hubiese prestado. Porque la fuerza de la palabra y de los acontecimientos emociona aún más contada desde la sinceridad, desde la verdad y sobre todo desde la delicadeza desde la que trabaja Rufo, en un ejercicio dificilísimo en el que vacía su corazón y su alma, absolutamente entregada al espectáculo, como un regalo impagable para el espectador. Se hacen muchos monólogos al año y el milagro que obra Rufo con este está al nivel de los más memorables: retrocediendo en el tiempo pienso en lo que me impactaron en su día Ana Rayo en La Vida en Blanco, Miguel Rellán en Novecento o María Hervás en Confesiones a Alá; junto a ellos va a quedar grabada desde ahora Eva Rufo en Penal de Ocaña como algo para recordar y para agradecer haber vivido de cerca.
En Penal de Ocaña se encontrarán un texto bello y hermoso, montado con sincera delicadeza y sentido del teatro e interpretado con sincera emoción contenida por una actriz en estado de gracia. Una emoción delicada, semejante a la que seguramente experimentará el espectador que contemple este bellísimo espectáculo: no esperen llorar a moco tendido, pero prepárense para que la experiencia les pellizque profundamente el corazón; para salir del teatro cambiados, un poco más plenos que al entrar. Canellada debe sonreír orgullosa desde donde esté viendo todo esto.
H. A.
Nota: 4.75 / 5
“Penal de Ocaña”, de María Josefa Canellada. Con: Eva Rufo e Isabel Zamora. Dirección y dramaturgia: Ana Zamora. NAO D’AMORES.
Teatro de la Abadía (Sala José Luis Alonso), 27 de Abril de 2016
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