‘La Clausura del Amor’, o demolición
La llegada a Madrid por solo cinco funciones de La Clausura del Amor dentro del Festival de Otoño a Primavera disparó la expectación; habida cuenta del éxito alcanzado en el Grec de Barcelona hace unos meses, y con todo vendido antes del estreno. Se da además la circunstancia de que en los Teatros del Canal han coincido estos días dos espectáculos que abordan el tema de la crisis de pareja –Escenas de la Vida Conyugal acaba de terminar su andadura en la Sala Roja mientras La Clausura del Amor se mostraba en la Sala Verde- desde ópticas bien distintas y con resultados igualmente dispares, al menos en la opinión de quien firma estas líneas.
Escenario vacío, neutro y desnudo: apenas un gran rectángulo blanco en un espacio iluminado por luces fluorescentes. Dos personas entran en escena. Son dos actores –Isra y Bárbara, personajes con los mismos nombres de los intérpretes- que se han citado en una sala de ensayos y que van a poner fin a una relación amorosa que ha durado años. Lo que sigue son dos largos monólogos de una hora cada uno, en los que cada uno de ellos dispara a matar a su contrincante, mientras el otro escucha sin poder responder y trata de aguantar estoicamente los golpes salvajes de su adversario, en una lucha sin retorno hacia una demolición del otro, hacia la degradación, siguiendo la premisa de que ‘el que la hace la paga’. Pascal Rambert ha escrito un texto a medio camino entre la lucha dialéctica y el discurso poético en el que reflexiona, desde una forma audaz –porque la idea de plantearlo en dos monólogos me parece mucho más efectiva que un diálogo- sobre las grietas que se pueden formar en una relación personal casi sin darnos cuenta, la capacidad del ser humano para dañar y ser dañado; pero sobre todo el lenguaje como arma arrojadiza. Porque a través de esta pareja, Rambert nos muestra cómo abordar el mismo problema –el fin del amor- desde dos ópticas radicalmente diferentes, marcadas por el distinto uso del lenguaje con que cada uno intenta anular al otro.
A Rambert -que curiosamente ha pedido en todas las producciones de esta función desde su estreno que los intérpretes sean pareja en la vida real- no le interesa tanto contar una historia de amor, sino simplemente focalizar su narración en un momento concreto: ese momento en que dos personas que se han querido –vamos suponer que ambos se han querido aunque de distinta forma- defraudadas, decepcionadas y heridas, vuelcan toda su ira, todo su rencor y todo su resentimiento en la figura del otro; aprovechando además el hecho de que el otro no tiene capacidad para expresarse mientras ellos estén hablando. Así pues, dadas las reglas en un entorno en el que lógicamente ya no habrá vuelta atrás ¿quién gana? ¿El que consiga hacer más daño? ¿El que destruya más al contrincante? ¿O el que salga de la lucha con menos heridas que el oponente?
Como digo, Rambert sabe poner ante el público dos monólogos de dos personajes que abordan la ruptura desde puntos radicalmente opuestos. Inicia la partida él, Isra, lo que podríamos llamar un hombre práctico, pragmático, frío; que deja radicalmente de lado el amor que algún día pudiera haber tenido hacia Bárbara y va a por ella sin compasión alguna, disparando sus frases como una apisonadora: tópicos como el “yo ya no te quiero, ya no te deseo, ya no despiertas nada en mí” son una mera anécdota en un discurso en el que el hombre es capaz de mecanizar los elementos hasta hablar ‘reparametrizar la relación’ –¡tela!-, de que lo único que le interesa conservar es un sofá de diseño –¿seña inequívoca tal vez de que nunca la ha querido, o al menos no lo suficiente?- y de otras cuestiones que pueden parecer pedantes; pero que sirven para ver cómo el hombre se ha limitado a abordar la ruptura desde un punto de vista práctico. Llegados a este punto, y teniendo claro que Él la pone a Ella fina pero fina, uno no puede evitar preguntarse: ¿qué es lo verdaderamente humillante aquí? ¿La dureza de las palabras de Isra hacia Bárbara –que en contenido son duras de narices- o más bien esa mecanización del discurso, como si nunca hubiera sentido nada sincero hacia ella? Creo que me quedo con lo segundo: Bárbara, hundida en cuclillas en un rincón del escenario, escucha estoicamente el discurso e intenta marcharse un par de veces; pero él le impide la salida. Pero creo que la verdadera humillación del discurso masculino no está tanto en el tono salvaje sino en esa frialdad desde la que él parece observar los acontecimientos: es eso lo que hunde a Bárbara, y es eso lo que coloca automáticamente al público a la defensiva…. Claro que no sabemos si esa frialdad salvaje y mecánica del discurso no es en el fondo más que un recurso pragmático para hacer que ella se sienta aún peor: su manera de demolerla.
Tras casi una hora, Bárbara, encogida, resurge de sus cenizas y comienza su discurso. No da crédito: “¿Cómo debo encajar lo que me acabo de tragar?” pregunta al poco tiempo de empezar. Habla de que, en boca de Isra, el lenguaje se ha vulgarizado. Está evidentemente rota, herida, humillada, demolida… pero si algo diferencia su monólogo del de Isra es que ella habla desde las tripas, no usa un lenguaje tan mecánico: en el discurso de Bárbara hay amor, hay decepción; y hay un cariño que ahora se desmorona. Es a través de Bárbara que conocemos algún detalle de la relación –un vuelo durante el cual ella le miraba y pensaba: “Joder cómo le quiero”-, y en Bárbara sí vislumbramos el amor y el compañerismo de pareja que en el discurso del personaje masculino casi brilla por su ausencia. Uno saca la conclusión de que mientras para Isra, Bárbara ha sido poco menos que un cuerpo; para ella él era una tabla de salvación a la que aferrarse… Pero ya no hay vuelta atrás, y una vez expuesta su decepción, Bárbara también dispara a matar y sin vuelta atrás: allá donde Isra había sido más dialéctico, puede que Bárbara sea más poética en su visión de la relación; pero en ningún caso menos salvaje. La mujer pronto se torna en una hidra, que parece escupirle a Isra: “Te vas a enterar de lo que has perdido”; y humilla y golpea desde otro lugar. Se podría decir que el discurso de Isra es más duro, y el de Bárbara más agresivo, pero ambos son igualmente capaces de anular al rival, porque después del discurso de ella –dolida y salvajemente agresiva, pero sin perder nunca la dignidad, sin rebajarse ni humillarse- Isra permanece en escena atónito, encogido, aniquilado e igualmente demolido… Es entonces cuando uno se plantea que, a pesar de todo igual él sí que la quería, pero simplemente no es capaz de exteriorizarlo tanto como lo hace ella –porque no sabe, no puede o sencillamente no quiere-.
El texto de Rambert –que basa su teatralidad en el principio de la importancia de saber escuchar en el teatro, algo que en esta función es fundamental- tiene el acierto no solo de golpear al espectador desde su agresividad y ritmo siempre implacables, sino también de generar todas esas preguntas a partir de dos tonos muy distintos en los que a priori parece muy obvio dónde está cada personaje, pero que llaman a dudar conforme van creciendo: ¿quién es el bueno? Quién es el malo? ¿quién tiene la razón? Y, sobre todo, a fin de cuentas, después de dos horas en las que dos personas se han atacado hasta la demolición ¿quién vence? ¿Ha merecido la pena? ¿O restan dos cadáveres emocionales en el escenario? Esa es una de las grandes claves de la función.
Es una función dificilísima tanto para el espectador –que se debe enfrentar a una descarga de reproches, a un festival de hostias que agota como si le estuviesen cayendo a uno mismo- como para los actores, que han de lanzarse sin red a una espiral de violencia, verdad y organicidad para el que no cualquiera vale. ¡Y vaya dos bestias escénicas tenemos en esta función, exponiéndose a un ejercicio emocional e interpretativo que no dejará indiferente a nadie!
Por un lado Israel Elejalde –uno de esos actores que nunca fallan y que han hecho de la excelencia su marca de fábrica- que aborda el que quizás sea el personaje más antipático de los dos con una dureza infinita, disparando las palabras como si fuese una verdadera ametralladora, sin que se resientan ni la vocalización ni el aliento. En boca y cuerpo de Elejalde, este primer monólogo casi suena como un monólogo interior dicho en voz alta, porque parece que el lenguaje viene a él, nace de él casi sin pensar, como si no midiese las consecuencias de sus palabras, empleando el lenguaje como verdadera arma arrojadiza. No es fácil ni por lo árido de su monólogo ni por tener que romper el hielo encontrar el equilibrio entre lo dialéctico del discurso y la ira con que se lanza el texto con rabiosa naturalidad; y Elejalde no solo lo encuentra sino que llega a intimidar con su violencia no solo a Bárbara, sino también al espectador, que permanece impasible ante lo que hace. Pero lo más difícil –y puede que también lo más brillante- es el trabajo de deconstrucción que ese hombre que parecía pedante, frío y monstruoso mientras hablaba consigue desde el silencio mientras escucha a Bárbara: ¡cómo desmonta Elejalde a su personaje! Progresivamente, poco a poco, hasta convertir al titán del comienzo en una pulguita… No hay más que ver el rostro exhausto de Elejalde en el saludo final para comprender su nivel de implicación en este ejercicio tan complejo, que ejecuta magistralmente. En apenas cinco meses le he visto en dos trabajos memorables: primero con La Fiebre y luego aquí; pocos actores pueden vanagloriarse de una hazaña así.
Creo no exagerar ni un ápice si afirmo que lo que hace Bárbara Lennie en esta función es su mejor trabajo en teatro hasta la fecha –y hasta diría que el segundo mejor trabajo de su carrera solo por detrás de Magical Girl-. Porque es absolutamente hipnótica. Uno la mira mientras recibe la perorata de su compañero, intuyendo que algo terrible va a ocurrir en cuanto por fin abra la boca… Y su conversión desde el hilo de voz con que inicia su monólogo –derrotada, demolida por el llano- hasta la hidra salvaje, desmedida y llena de dolor auténtico y verdadero en la que se convierte, hace que uno no pueda ni pestañear durante la hora en la que Lennie desnuda su alma, en un alarde emocional de pura verdad, intensidad y emoción. Es de los primeros papeles de mujer herida que le veo –siempre le suelen dar roles de mujer segura de sí misma-, y al menos a mí me ha descubierto una cara de la actriz que desconocía. Pero debo insistir: mantener el tipo callada durante una hora, y ofrecer a continuación un recital de realismo puro y duro, desde un dolor que se vuelve devastador porque llega a parecer el suyo propio es un verdadero prodigio: siempre he tenido a Lennie por una actriz sobresaliente; pero me atrevo a decir que aquí hace una labor ciertamente prodigiosa, que me llevó directo a la catarsis emocional, y que demuestra que es capaz de todo: porque al margen de que le haya tocado el personaje más amable –lo es-, hay que resaltar que en su monólogo violencia y emoción se dan la mano, y no aparece ni el menor atisbo de sentimentalismo… Tarea casi imposible. Un prodigio a la altura del de su compañero, una interpretación de primera dama del escenario, y algo que sencillamente hay que ver para creer.
En la puesta en escena que firma el propio autor todo se ha dejado a la palabra, a la verdad y a la organicidad que destilan los dos intérpretes… y no hace falta mucho más. Bueno, todo salvo el nexo de unión de los dos monólogos –de alguna manera había que unirlos…- que roza por un momento lo decididamente naif y que corta un poco el rollo después del sopapo con la mano abierta que nos acaba de meter Elejalde… Por fortuna es solo por un momento: apenas cuatro minutos de flowerpower que no empañan en absoluto la tensión dramática del conjunto, porque en cuanto Lennie nos mete su sopapo, se nos olvida.
En resumen, es un espectáculo absolutamente memorable tanto por la dureza del texto como –sobre todo- por el espectáculo que dan estos dos actores dispuestos a todo, dispuestos a demolerse y demolernos; a dejarse las tripas, a enseñarnos el lado oscuro de las relaciones personales desde unos niveles de verdad y compromiso que rara vez se ven en un escenario. Función demoledora, sí; pero sin duda, función imprescindible.
H. A.
Nota: 5/5
“La Clausura del Amor”, de Pascal Rambert. Con: Israel Elejalde y Bárbara Lennie. Dirección: Pascal Rambert. BUXMAN PRODUCCIONES / KAMIKAZE PRODUCCIONES / XXXIII FESTIVAL DE OTOÑO A PRIMAVERA DE LA COMUNIDAD DE MADRID / GREC 2015 FESTIVAL DE BARCELONA
Teatros del Canal (Sala Verde), 12 de Noviembre de 2015
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