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‘La Cantina’, o gracias a la vida (un tránsito)

diciembre 22, 2019

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«No dudo, ni me arrepiento, ni lo dejo para otro momento. ¡Salud!» (La Cantina).

Teatro en el Aire es una compañía con base en Madrid que lleva ya algunos años trabajando no ya sobre el teatro experiencial, sino más bien sobre lo que podríamos llamar teatro sensorial. Esto es, un teatro pensado para recibirse con los cinco sentidos, un teatro que invita al público a ir más allá de mirar: un teatro que se siente en el cuerpo, se palpa, se huele y convierte, de algún modo, una experiencia colectiva –para un grupo reducido de espectadores, en este caso 44- en una experiencia individual, íntima y personal. Desde luego que la fórmula de esta compañía llega sobradamente testada –ahí están La Cama, Bailando Tus Huesos, Sueños en el Arrozal o La Piel del Agua, propuestas que llevan años en circulación con gran éxito- pero asomarse al trabajo de esta compañía es siempre sinónimo de estar dispuesto a recibir estímulos, jugar y llevar la mente abierta. Ahora, con La Cantina –estrenada en 2016- han reinventado el formato de su exitosísima propuesta Bailando Tus Huesos –estrenada en 2012-, ampliándolo, puliéndolo y haciéndolo algo más grande; pero sin que el impacto del espectáculo haya perdido ni un ápice de su sinceridad. La Cantina invita a los espectadores a una experiencia ligada al tránsito, con una fiesta en una cantina mexicana en la que celebrar la vida a través de la muerte; o, mejor dicho, celebrar que estamos vivos –porque, a fin de cuentas, sabemos que vamos a morir- al tiempo que honramos a nuestros muertos. Y, desde luego, si he de ser franco, pocas veces se me disparó la emoción –véase emoción como un concepto amplio- como viendo este espectáculo tan auténtico, del que todo el mundo debería participar al menos una vez. Porque pocas veces antes he recorrido como espectador un arco emocional tan sincero e intenso como el que se me planteó experimentando La Cantina.

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Puesto que estamos ante un espectáculo experiencial y sensorial, no se trata de desvelar más de la cuenta. Digamos, simplemente, que los 44 espectadores formamos parte de una especie de ritual conducido por cuatro Catrinas mexicanas –son La Pelona, La Flaca, La Llorona y La Calaca- que, de partida, nos susurran al oído la idea de tránsito y transformación; al tiempo que nos conducen al interior de una cantina mexicana en la que, aunque las anfitrionas están muertas, todo lo demás rezuma vida a nuestro alrededor. Cada uno de nosotros está invitado a una verdadera y alocada fiesta para gozar el carpe diem. Se nos insiste en la idea de la originalidad e individualidad del ser y se nos invita a vivir ahora que podemos y dejar el mejor legado posible, ya que el recuerdo de lo que dejemos es, después de todo, lo único que va a quedar de nosotros en la tierra. Porque, lo sabemos, la muerte acecha –y más, claro, en este ámbito con anfitrionas del más allá-. Durante más de dos horas, las Catrinas nos toman medidas para diseñar el ataúd de lo que será nuestro viaje final, se cantan rancheras, se bebe tequila, se comen nachos con guacamole; y asistimos a pequeños relatos de muerte que implican a las propias anfitrionas –“a todos nos va a llegar la muerte y esta es la historia de cómo me llegó a mí” apunta una de ellas en un momento del espectáculo-, o bien a toda una serie de estrambóticos personajes que seguramente las Catrinas hayan conocido y que ahora no son más que huesos bailongos. Y, en la penumbra ocasional que une las escenas, nos rodean sonidos de ultratumba, sudores fríos que nos recuerdan que la muerte acecha y nos hemos metido de lleno en un mundo que no es el nuestro o cuentas de reloj que nos recuerdan que, inevitablemente, el tiempo se acaba. Se nos invita, además, a tocarnos, a sentir, a tocar a las personas que nos rodean y a recordar que estamos celebrando la suerte de estar vivos… ya llegará la muerte, porque siempre lo hace. Según avanza la experiencia, el alcohol corre, los espectadores nos dejamos llevar cada vez más y la fiesta se convierte casi en lo que podíamos llamar un gran círculo de seguridad. Es entonces cuando quizá estemos preparados para afrontar, por fin, aquello a lo que hemos venido hoy aquí: el recuerdo, el tributo, el homenaje; y, de nuevo, el tránsito. Ese tránsito con el que todo comenzó y con el que todo debe terminar, que nuevamente nos une a todos con un lazo imborrable.

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No se trata de que sepan mucho más de lo que sucede dentro de la cantina, porque esta experiencia es, fundamentalmente, sensorial; por lo tanto depende en gran medida de cómo la reciba cada espectador, de que cada uno decida hasta qué profundos lugares le apetece transitar. Sí hay que tener en cuenta que, durante la experiencia, hay una mezcla de humor, música, teatro de objetos, teatro de cerca, experiencia degustativa –se come y se bebe- y, efectivamente, teatro sensorial – táctil, olfativa, auditiva, visual e incluso emocional- en el que se produce una comunión física entre los espectadores y entre espectadores y actrices. Casi sin movernos de nuestro asiento alrededor de la mesa dispuesta en la cantina, recibimos estímulos de todo tipo, y debemos dejarnos llevar por esos estímulos. Además, en el transcurso de la velada –es una idea original de Lidia Rodríguez con dramaturgia de Rocío Herrera y la propia Lidia Rodríguez el conjunto alcanza un fortísimo valor simbólico que ayuda a que los espectadores nos dejemos llevar por ese mundo mágico en el que estamos inmersos. La escenografía, el vestuario, los elementos escénicos que van surgiendo – vajillas, muñecos, cajas…-, la omnipresente música interpretada en directo… ayudan a construir un ambiente en el que se respira México; al mismo tiempo que un cierto aire de extrañamiento por ese convivir del mundo de los muertos y los vivos que tal vez nos haga mantenernos alerta ante lo que pueda ser el devenir del espectáculo. Y, sin embargo, con la frescura que derrochan las cuatro actrices –en escena, sobre la mesa, a nuestro alrededor, con luz y a oscuras pululan Laura de Casas, Rocío Herrera, Lidia Rodríguez y Guadalupe Marcote– a la hora de hacer avanzar el espectáculo, dialogar con el público y servirse de sus reacciones, consiguen que nos relajemos y que nos dejemos llevar por ese aire de fiesta mexicana que tal vez nos haga olvidar la presencia constante de la muerte como elemento central de la propuesta. Porque ¿es acaso esta muerte tan burlona como nuestras anfitrionas? ¿Hay que temer realmente a la muerte? A juzgar por la pachorra que se gastan en este espectáculo, no parece: se debe estar bastante bien en el más allá… Más de dos horas de fiesta, de sorpresa tras sorpresa, de llegar a olvidar que estamos viendo teatro y de invitarnos a jugar como niños. Pero también más de dos horas que exigen una compenetración absoluta entre las cuatro actrices para que todo suceda cuándo, cómo y dónde debe; sin que el público que asiste a la experiencia sea consciente de esa complejidad milimétrica en la realización que seguro posee. En este sentido, además, es de ley reconocer que La Cantina está plagada de pequeñas imágenes –deudoras en este caso del teatro de objetos- de una belleza plástica innegable en su sencillez, otra muestra del enorme trabajo que a buen seguro habrá detrás de todo esto.

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Todo en La Cantina es material sensible. Desde los pequeños objetos que aparecen en la mesa a lo largo de la función, hasta los suaves estímulos que recibimos –muchas veces sin poder dilucidar de dónde o en forma de qué nos llegan- pasando por las pequeñas historias que forman el espectáculo o la manera de relacionarse que se establece entre las actrices y los espectadores. Pero incluso el viaje de cada persona del público ante la función será individual y tremendamente sensible, como una especie de oda catártica a la ausencia y a la pérdida –recordemos que hay muchos tipos de pérdida y de ausencia- que cada uno de nosotros deberá saber cómo gestionar. Esta sensibilidad que sobrevuela todo el espectáculo hace de algún modo mucho más complicado el trabajo actoral; que debe jugar sobre la comodidad del espectador –es de ley reconocer que todos los que estuvimos en mi pase nos sentimos cómodos con la dinámica y cómplices del desarrollo- en una propuesta que obliga por fuerza a confrontarse directamente con los espectadores en el tú a tú. Si cualquier tipo de diálogo entre actor y espectador –y con diálogo no me refiero tanto al habla como a una relación comunicativa entre ambos, sea de la índole que sea- es siempre compleja, imagínense cuánto más lo será en una propuesta de estas características: así pues, al talento actoral de las actrices hay que sumar su habilidad para jugar, hacer sentir y hacer partícipe al público de su fiesta, de su homenaje y hasta de sus propias catarsis personales. Que todo en La Cantina fluya con la suavidad con que lo hace y que se respire un profundo respeto por el otro en todo momento son dos cuestiones más que hacen de esta propuesta algo tan especial, y desde luego que el tacto –metafórico, pero también físico- de las intérpretes tiene mucho que ver con ello, y es algo que debemos valorar muy positivamente. En ningún momento se obliga al espectador a adentrarse donde no quiera y cada uno de nosotros debe decidir qué hacer con los estímulos que nos llegan –e incluso con nuestros propios fantasmas, porque también se nos aparecen- y, sin embargo, todos realizaremos un viaje tan semejante como personal. No es fácil conseguir algo así y en esto tienen mucho que ver las intérpretes.

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Poco más se puede desarrollar de un espectáculo que debe sentirse, experimentarse, y que excede las dos horas de duración. Tengan en cuenta que van a formar parte de un tránsito, un ritual, un aquelarre, una celebración festiva donde se respira México por los poros y donde las fronteras entre lo vivo y lo muerto –al menos durante un rato- son bastante dispersas. Tengan en cuenta, además, que van a afrontar un viaje interno y personal que puede convertirse en una especie de gran catarsis sanadora: una oportunidad para recordar, para sentir y para homenajear. Tengan en cuenta que, sin moverse de su asiento, van a recibir el espectáculo desde todos los lugares posibles. Pero, sobre todo, quédense con que –al menos en el viaje que realicé yo- pocas cosas que experimenten en un teatro les van a llevar a lugares tan íntimos y personales de ustedes mismos con la generosidad de dejar que sean ustedes quienes decidan cómo transitar esas emociones. Si gustan, claro, beberán tequila, comerán guacamole y cantarán rancheras… pero en La Cantina hay mucho, pero que mucho, más.

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Desde luego, pasar por La Cantina marca por el ambiente festivo, la suavidad de la realización y la sinceridad de la emoción que nos ocurre. Pocas veces me había pasado algo así en una función de teatro. Hay que agradecer haber pasado por la experiencia, recomendar pasar por la experiencia y congratularse de que aun se haga teatro que sirva para cosas así. Adéntrense en La Cantina, transiten, adéntrense en los agujeros negros más íntimos de ustedes mismos. Imprescindible.

H. A.

Nota: 4.5 / 5

La Cantina”, una idea original de Lidia Rodríguez con dramaturgia de Rocío Herrera y Lidia Rodríguez. Con: Laura de Casas, Rocío Herrera, Lidia Rodríguez y Guadalupe Marcote. Dirección: Lidia Rodríguez. TEATRO EN EL AIRE.

La Juan Gallery, 16 de diciembre de 2019

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