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‘El Perro del Hortelano’, o todo en exceso

noviembre 4, 2016

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Como ya ocurriera el año pasado con El Alcalde de Zalamea, la nueva y flamante producción de la Compañía Nacional de Teatro Clásico de El Perro del Hortelano está arrasando. Tienen casi todo vendido hasta Diciembre y apenas se acaba de estrenar, y el entusiasmo en torno a esta producción es más o menos generalizado. Y, sin embargo, como ya me ocurriera el año pasado, mi sensación es la de que se está ante un buen espectáculo, donde nada desentona especialmente; pero que dista mucho de ser memorable, creo que básicamente por una cuestión de dirección y de enfoque de la obra.

Es difícil encajar El Perro del Hortelano en un género concreto por la complejidad y las múltiples aristas de sus personajes y su trama. Para Helena Pimenta la obra es, tal y como declara en el programa de mano “la historia de una mujer, Diana, que se enamora de un hombre humilde, su secretario Teodoro”. Es evidentemente un enfoque posible, pero creo que limitarse a eso es quedarse en la superficie: en El Perro del Hortelano tenemos a una mujer encaprichada por un hombre que no repara en ella más que cuando ve una clara posibilidad de ascenso social -vamos, un arribista de tomo y lomo-. Es una comedia, claro; pero no deberíamos quedarnos en la mera comedia romántica, porque esto es más complejo y va mucho más allá. En El Perro del Hortelano hay más erotismo -la erótica del poder, por los dos lados…- que amor verdadero, y para mí esa es una de las claves de la obra de Lope. No parece ser sin embargo eso lo que más le interesa a Helena Pimenta, que ofrece un enfoque amable y en un tono excesivamente cómico; que provoca la carcajada del respetable, pero para mí no termina de profundizar en la psicología de los personajes como se podría.

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Dicho esto, la puesta en escena es fastuosa; incluso demasiado fastuosa, como dando la impresión de que Pimenta quisiese demostrarnos todo lo que es capaz de hacer… Y lo hace. Sitúa la acción en el siglo XVIII, en la Nápoles ilustrada. Es una decisión que, sinceramente, no alcanzo a comprender: no embarra el seguimiento de la trama, pero tampoco aporta nada que justifique el cambio de época, más allá que el lucimiento estético que permite el lujosísimo vestuario -hay un par de trajes femeninos en lila bastante espantosos; pero el resto es una belleza…-. Si no suma ¿entonces para qué? Opta por una escenografía cerrada, que se abre ocasionalmente al fondo para mostrar subplanos que normalmente corresponden a ‘figuración’ -hay mucha gente en escena casi todo el rato, creo que demasiada…-; y hay una clara voluntad por lo estético en una dirección que se muestra casi coreografiada, casi como de cuadros y estampas. Esto crea tanto momentos de gran belleza -la sombra de Teodoro proyectada durante uno de sus soliloquios- como otros que se pasan de recargados y previsibles -esos pétalos de rosa que caen en el momento justo, ese prado verde que se abre al final en un tono descaradamente chillón…- e incluso añadidos que no aportan gran cosa -esos embozados haciendo una coreografía a ritmo de Libertango…-. Quien guste de lo estético y de lo recargado seguramente disfrutará; y hay que reconocer que se ve muchísimo trabajo para levantar esta puesta en escena impecable; pero se podría decir que Pimenta “se gusta mucho” y se nota en más de un momento: no siempre es necesaria tanta cantidad de cosas en el escenario, todo perfectamente en su sitio para acabar creando un cuadro, porque esa solución tan estética va perdiendo fuerza por mera acumulación conforme avanza el espectáculo. Por ejemplo, incluir el personaje mudo del Amor como una fuerza que actúa sobre los dos protagonistas en los momentos cumbre no solo no aporta nada más allá de lo estético; sino que además se pasa de evidente como símbolo: creo que el público debería ser lo demasiado inteligente como para entender por sí solo en qué momentos hay una pulsión romántica o erótica sin que la puesta deba subrayarlo de esta forma.

Hay otra cuestión de la puesta en escena que no quisiera pasar por alto y es la de la selección musical, a cargo de un piano grabado: se podría esperar que una producción tan cuidada como esta pusiese música en consecuencia, con un fin -por ejemplo, si estamos en el XVIII, tan solo música del XVIII-; y sin embargo la sensación final es la de que se ha puesto música ‘para hacer bonito’ en cada momento, porque el popurri es de impresión: caben Beethoven, Bellini o Chopin; pero también Schnittke, Piazzolla e incluso napolitanas, que poco o nada encajan en esa estética del XVIII… La sensación final -al menos la mía- es un poco de que todo vale con tal de hacer bonito.

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Y entre todo este derroche estético, Pimenta lee la comedia -como ya he dicho- como una comedia romántica amable, y se deja por el camino gran parte de la psicología de los personajes. Casi todos sobreactúan en algún momento; pero porque se les ha marcado sobreactuar para enfatizar la comedia: y yo creo que es una solución que no funciona, más allá de porque El Perro del Hortelano no me parezca que deba ser una obra tan cómica; porque siempre he creído que las comedias -todas, también las del Siglo de Oro- provocan más la hilaridad cuanto más en serio se enfoquen. Los criados, por ejemplo, tienen a estar todo el rato en lo alto, atolondrados -muy en la línea del gracioso, pero llevada al extremo-; pero es que incluso a Diana -que será intrépida, pero a fin de cuentas es Condesa y debe guardar el decoro- se le permiten excesos de tinte cómico que no casan demasiado con lo que es el personaje. Siguiendo con la comedia, la cosa va a toda mecha -a veces demasiado a toda mecha…-: las escenas están muchas veces pasadas de ritmo, y eso no permite recibir bien los versos. Este enfoque decididamente cómico no siempre funciona; aunque hay una escena muy lograda: la de la presentación de Tristán disfrazado ante el Conde Ludovico, en su punto justo de comedia, sí provoca la hilaridad por sí sola, sin forzar nada. Este nivel del lectura amable engancha a una parte del público; pero a la vez aleja toda una parte de la obra: falta, por ejemplo, muchísima tensión sexual entre Diana y Teodoro en sus encuentros; y falta atisbar debidamente el componente de ‘interés’ que desprenden ambos, el uno por el otro, que es clave en la obra. En fin, que han salido personajes demasiado blancos.

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Los actores se enfrentan a lo que les ha marcado la dirección. Marta Poveda -excelente actriz una vez que nos hemos acostumbrado a su particular voz- me suele gustar más en personajes de graciosa o de criada -estaba estupenda en Los Cuentos de la Peste– que en personajes de noble, por su propia energía: creo que le lucen más. No ha sido esta la excepción: da muy bien el enfoque atolondrado que se busca Pimenta; pero a mí me falta un plus de sutilidad, de candidez e incluso de erotismo; y ver con mayor claridad la ‘nobleza’ -de título- que ha de desprender Diana. Al Teodoro de Rafa Castejón le falta subrayar más la malicia y la ambición del secretario, y a veces se pasa en el aspecto cómico del personaje que debe ser a fin de cuentas una suerte de galán; pero se va entonando conforme avanza la representación. Joaquín Notario en Tristán termina mejor de lo que empieza, no es un gracioso al uso -y esto queda más de manifiesto con un enfoque como este en el que todos navegan hacia la comedia más pura-; pero está mejor aquí que en el mismo rol en la anterior producción de la obra de esta compañía y deja momentos memorables, sobre todo a partir de su encuentro con el Conde Ludovico. La Marcela de Natalia Huarte está obligada a actuar en ese tono desfasado que Pimenta le marca a los criados, y esto le pasa factura: sólo en su último soliloquio -donde la dirección le permite un instante de sosiego- aflora la excelente actriz que sin duda es; lástima que no la hayan dejado todo el rato en esta tónica. Están muy bien tanto la Anarda de Paula Iwasaki -que alterna funciones nada menos que con Nuria Gallardo-, como la Dorotea de Alba Enríquez, seguramente las dos actrices más redondas del montaje, por tono y formas. Paco Rojas y Pedro Almagro se defienden en los pretendientes de Diana, y los demás cumplen sin mayores problemas en roles de menor envergadura. Y he dejado para el final al Conde Ludovico de Fernando Conde -recordadísimo Tristán en la estupenda transposición fílmica de Pilar Miró-, porque le bastan apenas un manojo de versos para marcar otra dimensión y mostrar cómo se hacen las cosas: está en su punto, muy entonado y sacando verdadero petróleo del papel, varios escalones por encima del resto.

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El público se lo pasa en grande y está siendo un éxito de venta de entradas, eso hay que reconocerlo. Y la obra se deja ver con agrado y tiene momentos, eso también es cierto; aunque seguramente se hayan hecho versiones mejores. Pero, sin embargo, yo no puedo evitar pensar que este montaje está hecho a mayor gloria de que Helena Pimenta se luzca y ha dejado en segundo plano tanto la profundidad de la historia como el lucimiento mismo de los actores en favor de un festival de estética preciosista que por momentos es excesivo y que no siempre es necesario ni justificado, sencillamente porque no siempre aporta a la historia.

H. A.

Nota: 3.25/5

El Perro del Hortelano”, de Lope de Vega. Con: Marta Poveda, Rafa Castejón, Joaquín Notario, Fernando Conde, Natalia Huarte, Paula Iwasaki, Alba Enríquez, Pedro Rojas, Pedro Almagro, Alfredo Noval, Alberto Ferrero, Álvaro de Juan, Óscar Zafra y Egoitz Sánchez. Piano: Olessya Tutova. Dirección: Helena Pimenta. COMPAÑÍA NACIONAL DE TEATRO CLÁSICO.

Teatro de la Comedia, 26 de Octubre de 2016

4 comentarios leave one →
  1. noviembre 17, 2016 11:15

    Acabo de conocer este excelente blog y esta interesante crítica de la obra que se está representando en el Teatro de la Comedia. Me sumo, con sumo gusto y sincera gratitud, a ambos. Vi la obra el martes pasado y me parece muy razonable lo que aquí se dice.

  2. noviembre 23, 2016 17:23

    Muchas gracias por vuestro interés! Un abrazo!

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